jueves, 17 de diciembre de 2009

LOULOU

Danielle llegó a la estación de Montparnasse con media hora de antelación. Con el peluche bajo el brazo y apuntalando su bastón hacia la taquilla, compró el billete. Encontró un banco en el andén y se sentó al filo, con los pies muy juntos y el abrigo desabrochado. Tenía sueño, los ojos le pesaban e intentó aliviarse acariciando la panza de Loulou del mismo modo que lo hizo la mañana que abandonó para siempre el apartamento de la rue Saint-Claude.

Era una niña. Su padre, cubierto con la quipá que sólo usaba los sábados, la abrazó y le acarició el pelo mirando sus enormes ojos azules y la boca prieta. Danielle tiritaba por las medias rotas, el pis y por el aire que levantaba el vaivén de la falda de su madre. Temblaba sin entender aquel juego y lo hacía mirando a su padre que tiritaba igual.

—No llores y haz caso a mamá. Ven, vamos a ayudarla con las maletas.

Danielle sujetó su oso contra el pecho, se sentó en la alfombra junto a la cama y esperó a que terminasen. Salieron juntos y apretados. La madre entregó una maleta a la portera con las fotos, el candelabro, los libros y las tazas de porcelana, y su padre las acompañó al coche del amigo que las escondería en Angers. Danielle alargó su manita, acarició la chapa arqueada que cubría las ruedas delanteras y pensó en el tobogán del parque.

—¿Donde vamos habrá un parque?

Su madre le arregló el pelo, la ayudó a subir al coche que desprendía un fuerte olor a cuero y se sentó delante. Cuando el motor se puso en marcha Danielle pegó la boca al cristal trasero y ayudó a Loulou a despedirse moviéndole la patita.

Danielle pensaba en la silueta de su padre cada vez más borrosa cuando sonó el móvil. Tenía un mensaje de su hija: No te preocupes por Claude. Sigue sin fiebre. Preguntó por ti y volvió a dormirse. Disfruta la conferencia.

Anunciaron la salida del tren. Danielle recogió su bastón, sacudió los huesos y se encaminó hacia el vagón decidida. Durante el trayecto rechazó el servicio de auriculares y evitó la cafetería. Apoyó la cabeza en el respaldo y se adormeció mirando la cadena de árboles viajando al revés. Hora y media más tarde llegó a Angers, tomó un taxi hacia la Facultad de Letras y la recibió la doctora Blanchard.

—Bienvenida Danielle. Te hemos echado de menos.

—Mi nieto con gripe. Me quedé a cuidarlo.

—¿Y esto?

—Te presento a Loulou. Mi compañero de viaje —dijo extendiendo el brazo y mostrando al peluche sin el ojo-botón que perdió en su infancia. Recordó ese instante.

—Ha sido él mamá, te lo prometo —dijo Danielle en cuclillas, mostrando a Loulou y tirando la tiza con la que había garabateado la pared.

—Danielle…

—Yo no quiero llamarme Tellier. Ese apellido es feo.

—Danielle…

—Yo me llamo Schneck, Danielle Schneck. ¿Verdad, Loulou?

Danielle miró la pared desconchada. Había escrito muchas veces su nombre formando una cenefa irregular a la altura de sus ojos. Intentó levantarse cuando el habitáculo se estremeció por el ruido de las sirenas y su madre la obligó a bajar al sótano. En la huida, el oso se enganchó un ojo en la puerta y terminó en el suelo. Danielle gritó, pero su madre le tapó la boca y la arrastró en brazos saltando los escalones y dejando al oso tuerto tumbado sobre la alfombra mordisqueada y descolorida.

La doctora Blanchard miró a Loulou, intentó acariciarle una pata, dudó y cambió al hocico que no acarició tampoco. Danielle lo devolvió al pecho y calló un momento antes de decir en voz baja:

—Vamos, ya casi es la hora —Y adelantó a la doctora con el bastón, adentrándose en el salón de actos.

Un centenar de estudiantes esperaban curiosos su intervención como colofón a las jornadas sobre derechos humanos. Danielle atravesó el auditorio y se sentó en el estrado junto a la doctora Blanchard que pasó a presentarla.

—Para concluir este encuentro contamos con la inestimable presencia de la doctora Danielle Bailly…

Danielle posó el discurso impreso sobre la mesa y se fijó en el sello de la Facultad. Pensó en su madre a la luz de las velas del nuevo escondite en Grenoble. La presión alemana las había forzado a huir de Angers en un pequeño ómnibus ruidoso, frío y destartalado. Modelaba un trozo de mantequilla para copiar la marca de agua de los nuevos documentos. La tinta violeta le ensuciaba los dedos y la punta de la nariz.

—Te has manchado.

—Te he dicho que no me molestes cuando estoy con papeles.

—Tengo hambre.

—Pregúntale a Loulou qué quiere cenar.

Danielle regresó a la sala con el sonido de los aplausos y sentó a Loulou delante del micro, sobre los folios. Tardó unos segundos en reaccionar.

—Mi nombre es Danielle Bailly. Nací el 23 de marzo de 1936 en París. Tenía cuatro años cuando mi padre, Thadée Schneck, judío de origen polaco, se unió a las tropas francesas para combatir a los alemanes. Loulou estaba cuando ocurrió. Durante la guerra cambié de apellido y dirección en seis ocasiones. Tengo dos hijos que no conocieron a su abuelo y un nieto de cinco años al que le gusta Loulou. Procuro que viva sin frío, sin hambre. Que sea feliz. A los tres nos asusta la oscuridad.

Relato Corto. Taller de Escritura. 10 de diciembre de 2009.

(En esta ocasión, el ejercicio ha consistido en trabajar la analepsis -los saltos en el tiempo- utilizando la transición para suavizar y ayudar al lector. Teniendo en cuenta que un flash-back siempre debe informarnos de algo y debe transmitir inmediatez. Y, sobre todo, que debe ser atractivo y recrear un escena. En los saltos incluidos en mi relato he añadido algunos diálogos para potenciar la acción. Ha sido un placer viajar a los años 40. Espero que os guste.)

viernes, 4 de diciembre de 2009

LEALTAD

Le pregunta si ha visto el colgante y lo niega. La señora regresa al dormitorio a revolver cajones mientras el señor espera en el salón e insiste en que si no salen enseguida llegarán tarde. La señora aparece sin aliento, con las perlas grises ceñidas al cuello cisne y los labios sin pintar. Le parece una infamia encontrarlo de piernas cruzadas, con el periódico en la mano, sin alterarse.

-Debería ayudarme a buscarlo –dice maldiciendo su coronilla –Al fin y al cabo, me lo regaló usted.

El señor impulsa la mecedora, se gira lo justo para reconocer su perfil y miente.

-Está preciosa, Sra. Robin.

La señora arrebatada, con las mejillas azules y la tez blancuzca, le niega el cumplido, apunta la barbilla al techo y se vuelve impaciente a esperar su abrigo. La lana sobre los hombros y el abrazo pausado camuflan su inquietud.

-No importa, mandaré a buscarlo mañana. Estará en cualquier sitio.

El señor se coloca el sombrero de copa, le cede el paso a la señora que ajusta el suyo con el alfiler y despide al mayordomo. Le recuerda que regresaran tarde. Abandonan el vestíbulo y suben al carruaje.

De camino al teatro no hablan. Atraviesan la niebla vaporosa del Támesis y se adentran en el lado oeste de la ciudad. El señor se entretiene mirando los cristales empañados mientras palpa el metal frío en el bolsillo y gira con destreza la esfera moviendo cada eslabón. La señora compensa el traqueteo sin variar la postura, observando inexpresiva el encaje de sus guantes malva sobre la falda de seda del mismo color.

Al llegar a la Ópera el carruaje se detiene en seco, el cochero avisa a los señores y espera que bajen para encaminarse junto a los demás lacayos.

El señor abandona el colgante en el bolsillo y toma del brazo a la señora saludando con gesto vago a la multitud. Distinguidos compañeros de la Cámara exaltan la belleza de la señora que sonríe contenida.

-Sra. Robin. Permítame decirle que luce hoy francamente hermosa.

-No existe mayor recreo para mis ojos.

-Más bella, imposible.

El señor, con el peso en el bolsillo, intenta apresar algún descuido entre los halagos; una mirada prolongada, algún gesto sospechoso, un leve rubor. Nada.

Tras los saludos de rigor llegan al palco reservado y el señor la invita a sentarse con delicadeza. Ella extrae de su pequeño bolso el binocular y lo acerca a su nariz. No hablan hasta el comienzo del segundo acto.

-Una suerte que nos inviten al estreno. Cuentan que Puccini en Roma se emocionó y subió varias veces al escenario ante los aplausos de la enardecida audiencia. Tosca estará a la altura de las grandes.

-No sé a qué viene tanto revuelo. Otro triángulo amoroso predecible querida. Las mismas voces, el mismo delirio. Ninguna novedad.

-Uno de los protagonistas, el barón Scarpia, es hijo de un bóer que luchó por las minas de oro en Sudáfrica. Qué insólito ¿No le parece Señor. Robin?

-Tonterías.

La señora habla sin separar la mirada del galán que irrumpe en escena cantando frases en su palacio romano.

El señor la sigue y trata de imaginar cómo fue el encuentro entre ambos. Entre su mujer y el actor. No le agrada Puccini ni su empeño obcecado por defender la fatalidad. No le gusta la Ópera.

-Me encantaría conocerle.

El señor la mira confuso. El colgante le quema en el puño. Esperaré al final de la escena para desvelar su traición, piensa. Sra. Robin, le diré, no hace falta que siga fingiendo. Descubrí su romance con el tenor. Anoche olvidó el colgante en el estudio, sobre el escritorio. ¿Lo recuerda?

La representación continúa. El barón ha muerto y la protagonista huye buscando a su amante.

No. No estoy enfadado. Se conserva tan joven… Es normal. Entre tantos aduladores tenía que haber un rufián. Un traidor. Lo peor será cómo y cuándo contarlo. A nuestros años, querida, cualquier descuido es una ofensa. Me expulsarán de la Cámara, perderemos nuestro status y tendremos que abandonar la ciudad. Un reputado conservador casado con una infiel. Quien lo diría. Si al menos no hubiese leído la nota…

Los arpegios son cada vez más intensos. Desolada al comprobar la muerte de su amante, la protagonista sube a la muralla del castillo. La señora se lleva la mano al pecho y el señor observa su excitación.

Sra. Robin, bastaba con guardar un mechón de pelo, una fotografía, un trozo de mi camisa. Le regalé el colgante para que me llevase siempre cerca del corazón. Pero ¿qué hizo usted? Utilizar la ofrenda para esconder su confesiones.

La protagonista se lanza al vacío. La señora baja la mirada y profiere un hondo suspiro. El señor se aferra al colgante y se aproxima a la señora susurrándole al oído la nota encontrada.

-Mi amor hasta tal punto ha crecido que ya no me es posible contar ni la mitad de mis riquezas. Por más que le dé, lo que me queda es mayor.

Las voces ya no gritan ni cantan. El señor suelta el colgante y acaricia el guante de la señora. Ella le mira un instante, se sonroja y aparta los ojos. Se muerde el labio incoloro contemplando el escenario y se levanta.

El señor tampoco espera al final. Deciden regresar antes de los aplausos.

http://www.youtube.com/watch?v=1ZXwz0gj5fY

Vissi d'arte. Tosca. Puccini. Segundo Acto, parte 6. María Callas.

Relato Corto. Taller de Escritura. 4 de diciembre de 2009.

(En esta ocasión he unido dos trabajos de clase. El primer aspecto a trabajar era las transiciones suaves entre escenas a través de un objeto que mantuviese la atención del espectador y lo guiase por varios espacios sin brusquedad -en este caso el colgante sirve para mover a los personajes en la casa y llevarlos al teatro-. En segundo lugar, hemos trabajado el relato realizando un mapa previo del contexto y el lugar en el que se sitúa la acción. Para ello, me he sumergido en el Londres de finales de la era victoriana, en 1900; fecha en la que tuvo lugar el estreno de Tosca de Puccini en la Royal Opera House. Y ha sido todo un placer... Me gustó tanto inundarme del espíritu de la época -la historia de engaños, dudas y celos escenificada en Tosca, la voz impecable de María Callas cantando años más tarde Vissi d'arte en París, los carruajes, el ambiente titanesco, las dos Guerras Bóers en Sudáfrica y su impacto en la sociedad conservadora inglesa, la vida cotidiana y las intrigas sociales, la indumentaria, el protocolo, las normas de cortesía...- que me cuesta volver.)

miércoles, 18 de noviembre de 2009

EN PAZ

Almorzaban mirando la tele cuando el techo se derrumbó. Un bloque de cemento y polvo del tamaño de una sandía cayó sobre el parqué removiendo vasos y platos y dejando al descubierto la cara del vecino que asomado, desde arriba, preguntaba si estaban bien. Arturo saltó con la camisa chorreando de tomate y la boca tan abierta como los ojos. Se pringó los dedos y avanzó hasta el agujero apretando el cuchillo, goteando salsa y resoplando. Maite se puso tan nerviosa al escuchar al vecino bajar las escaleras que abrió la puerta y le zampó dos besos, como a las visitas. Luego se quedó sin voz. Estaba convencida. Arturo lo mataría.

La primera noche que llegaron juntos y apretados, la despertó su risa y el sonido de los tacones. La vecina se esforzaba por bajar la falda y estirar el diminuto trozo de tela enrollado en la mano que se escurría por sus nalgas. Él se reía y le mordía la oreja un escalón por detrás para compensar su altura.

Tras las llaves y el portazo, Maite despegó el ojo de la mirilla, se ató la bata y regresó junto a su marido que dormía acurrucado a su almohadón de plumas.

El descanso se rompió enseguida.

-¿Qué son esos golpes? -preguntó Ernesto.

-La vecina –contestó ella contándole lo que había visto.

Arturo se limitó a desear que durase tan poco como el último capullo, apretó su almohadón y compadeció a los niños.

Los rugidos del colchón cesaron con el despertador, pero las ojeras regresaron al día siguiente y la intensidad, lejos de perder potencia, se hizo insoportable. A la tercera noche, Arturo, incapaz de cruzar palabra con la vecina, se hizo con todo tipo de artilugios para conciliar el sueño. Tapones de espuma. Anatómicos. De silicona flexible. Nada. Los vecinos seguían de acampada libre, desplegando instintos que no podían evitar.

A la semana, Maite regresó a la mirilla. El vecino bajaba sonriendo de la mano de la pequeña que alzaba un donuts brillante como el que muestra un trofeo. A la vuelta, la niña subía cantando, montada en una escoba y arrastrando el cepillo escalón a escalón. Él, cargado de bolsas, sonreía y tarareaba siguiendo el paso.

Mientras crecía la distancia entre Arturo y los vecinos, Maite se dedicaba a reconstruir sus vidas por las paredes, los visillos, la mirilla. Escuchaba el chapoteo de los niños en la bañera y la respiración exhausta de los vecinos que aprovechaban el remojo para hacer rugir el colchón. Atendía los consejos de la madre al niño para evitar las bromas del largo, el Chano, el Pelayo y las propuestas del vecino para esquivar las burlas.

-Cuando te lo echen en cara, les dices que te encanta. Que ser bajito tiene sus ventajas y que ellos no pueden mirarle las tetas a la profesora sin ganarse un guantazo.

A veces, se asomaba al patio común para oler las sábanas que tendía a diario y los guisos que cocinaba. Se entretenía en los piropos dedicados a su vecina. Y pasaba el rato, siguiendo el parchís o las risas del Scrabble y añadiendo palabras inventadas.

Por las tardes, cuando Arturo regresaba y retomaban las opciones para deshacerse de los vecinos, le preguntaba cómo había ido el día. Ella confesaba que era insoportable, que discutían, que escuchaba llorar a los niños. Que todo iba mal. Y él, con las piernas sobre el taburete y los riñones mullidos entre cojines, compadecía a los niños y deseaba que durase tan poco como el último capullo.

Así concluyó el invierno. Hasta que una tarde, Arturo dejó de quejarse, tragó saliva y tendió la mano hacia la taza de té.

-¿Estarías dispuesta a hacerlo? –Preguntó antes de probarlo.

-Sólo si me prometes que todo irá bien.

Se miraron.

-Pues entonces…-pensó un momento –Prometido -Y se llevó a la boca la taza para sellar la conversación.

La semana siguiente fue cuando el techo se desplomó. Arturo recibió al vecino con las manchas de tomate y los ojos encendidos. El vecino, espátula en mano, apareció sudando, con un peto desteñido que no tapaba sus musculados brazos. Miró a Arturo, al cuchillo y tiró la espátula en son de paz.

-Lo siento, yo… ¿Estáis bien? –dijo mirando a Maite por primera vez.

Detrás llegaron los niños y después la vecina, con un vestido muy corto y unas piernas muy largas. Los tres avanzaron sin verla descubriendo el destrozo y abrazando al culpable.

-¡Ay va! –exclamó la pequeña señalando el agujero.

-Martina -reprendió su madre agachándole el brazo.

Arturo soltó el cuchillo, cruzó el salón pisando escombros y se fundió en el abrazo con los cuatro. Los vecinos se miraron extrañados.

-Pues sí. Sí que tenía ganas de conocer al maldito hijo de puta que me jode las noches desde hace un año y a sus malditos bastardos –dijo apretándolos fuerte.

Las caras cambiaron.

-Ya me contarás el secreto para mantener en forma semejante cuerpazo –añadió palmeando el culo de la vecina que se resistió dando un saltito.

–Vaya con la putita –añadió. -Qué trasero…

Arturo señaló el sofá y les dedicó una agradable sonrisa.

-Si queréis tomar algo. Ponche, galletas, té. Estáis en vuestra casa -y llamó a Maite.

De lo próximo no quedó nada. Fue lo último que fijó. Esto, el agujero y el puño en las costillas. Los médicos lo llamaron síndrome postraumático selectivo. La pérdida de memoria no afectó a las demás capacidades, aunque fue motivo de una larga baja laboral. El seguro corrió con los gastos. Del agujero y de las costillas. El juez creyó la versión de Maite, el abogado los libró del vecino y la vecina cambió de barrio.

Maite siguió sin dormir y Arturo continuó abrazado a su almohadón de plumas.

-Ay, Maite… –murmuraba, a veces, sin variar la postura. –La de cosas que hace uno para descansar en paz.

Relato Corto. Taller de Escritura. 12 de noviembre de 2009.

(En esta ocasión, trabajamos sobre la construcción del personaje redondo. Aquel con el que, en cierta medida, podemos identificarnos. Con sus contradicciones, su conducta. Incluso, aunque no compartamos su actitud, lo llegamos a comprender. El personaje redondo siempre tiene cosas que contar. Su valor reside en su actitud para sorprendernos de manera convincente. En este caso, Maite -y, aunque en menor medida, también Arturo-, a pesar de sus pocas palabras y del tono del narrador, que consiguió despistarme un poco...- tuvieron mucho que contar.)

Les seguiré la pista...


viernes, 23 de octubre de 2009

DISTANCIA

El puerto está en obras. Un desfile de camiones enturbia el horizonte, otras veces naranja. Huele a lluvia. El más cercano al espigón maniobra hacia atrás siguiendo las instrucciones de un obrero que repite mecánico el proceso. Son las ocho de la mañana. Bea ajusta el volumen de su Ipod y entorna los ojos con la primera canción. Piensa en Marino y se frota los ojos. El obrero se detiene y el camión lanza el cargamento de piedras al agua. Bea aprieta los labios y destierra el pensamiento hundiendo las zapatillas en el asfalto. Calienta tobillos, estira las piernas y comienza a correr. El alud salpica sobre la bruma espesa y se queda en el estómago. Bea contiene el aliento y fija la mirada más allá del puerto, detrás de la niebla. El camión recupera la posición inicial, repliega la plataforma y regresa despacio hasta el cruce. Bea se detiene, observa el reguero de huellas sobre el suelo embarrado, le cede el paso y cambia de canción. Marino busca el gato en la lavadora, gira el tambor vacío sin pensar qué hace e intenta no pensar en Bea. El gato es su regalo. Su regalo de despedida. “Déjalo maullar” dice la nota “Yo no pude soportarlo”. Siete meses después, el possit sigue en la nevera. Intacto. Marino grita su nombre y revisa los cajones. Remueve la tierra de las macetas, desenrosca las lámparas, vacía las papeleras. Bea siente frío en el pecho, pero acelera. Adelanta a una pareja de atletas sincronizados y a un par de perros que escoltan al trote a su dueña. El gato no aparece. La casa saqueada, el pelo revuelto. Marino se arrodilla sosteniendo la cabeza, tapándose, para no gritar. La carrera continúa. Los músculos se tesan, los latidos se disparan. Varios mechones se escapan de su coleta. Marino se esfuerza por odiar a Bea, pero la recuerda sonriendo, fabulando historias, acariciándolo. Sigue sin salir el sol. Bea oxigena los músculos. Aumenta la zancada y se prepara para el spring final. Los charcos tiemblan al paso. Los camiones encojen. Diminutos. Imprecisos. Se alejan llevándose el ruido y acercando la meta. El esfuerzo le seca la boca. Corre hasta el límite. Sobrevuela los últimos metros como un látigo batido con fuerza y aterriza exhausta. Junto al faro. Ha vuelto a superar su marca. Marino los busca en la ventana. A Bea, a su gato. Aprieta el pecho en la barandilla y rastrea en la distancia. Sólo reconoce el faro. Ni siquiera está seguro de haberlos querido del todo.

Relato Corto. Taller de Escritura. 22 de octubre de 2009.

(En esta ocasión, trabajamos la metáfora de situación, anticipando con un símbolo, lo esencial de la escena. Me resultó complicado encajar la metáfora para que no chirriase -sobre todo después de haber leído a Carver-. Al final, creo que más que trabajar la metáfora, disfruté envolviendo a los protagonistas en una atmósfera que encajase bien la historia)

El dibujo, originalmente sobre blanco, es un regalo de mi querida Irati http://1080recetas.blogspot.com/2009/05/y-de-nuevo-la-generosidad-me-alegro-la.html

Su blog http://iratifg.blogspot.com/


domingo, 18 de octubre de 2009

EL SEÑOR X

Versión original

El señor X tiene las manos atadas al cabecero. La mujer no pestañea. Observa el temblor de sus ojos bajo los párpados y respeta el silencio que los separa. No gimen, no hablan. Tampoco se besan. Sólo sudan sobre una fría cama deshecha hasta que llega el grito entre sus piernas, la respiración furiosa, la descarga. La mujer arquea la espalda. El señor X se desvanece. Blando, blanco, primitivo. Ella lo permite y afloja las nalgas. Después sacude la melena rubia, alarga las uñas y alcanza el puñal. El señor X la mira por primera vez. Perplejo, Asustado. Confunde su nombre. Tarde. Demasiado tarde. La sangre brota del pecho. La mujer no se detiene. No pestañea. Asesta la número trece y termina. Desvalija la caja fuerte y se marcha. Parece sonreír.

Versión cuento

Hace muchos, muchísimos años, un joven y apuesto príncipe se propuso invertir su tiempo y fortuna en encontrar el amor de su vida. Pasaron lunas y lunas, hasta que una buena noche, apareció una bella dama portando la más hermosa de las sonrisas, el más fino de los talles y la más seductora de las miradas. El joven no tuvo dudas y, sin consultar la decisión con consejero alguno, transformó su palacio en nido de amor. Allí, cada noche, la misteriosa princesa disfrutaba de placeres divinos junto a su amado caballero. Y éste, confinado a sus juegos y delicias, olvidaba atender los compromisos reales. Cuentan los más ancianos, que la diosa fortuna, cansada de visitar cada día el mismo lecho, se fue a vivir a otro lado y el apuesto príncipe, rechazando una vez más los avisos de sabios y adivinos, siguió entregado al amor. Pero la desgracia no tardó en llegar y una noche sin luna, la princesa se convirtió en la bruja que siempre había sido, huyó por la ventana y abandonó al caballero que malherido, triste y desangrado, dejó de soñar.

Versión morbosa

Las vísceras colgando, el rostro irreconocible, las muñecas rotas. El cuerpo perforado del Señor X desprende un olor rancio y cremoso a matanza, a podrido, a humedad. El hedor es insoportable. Un reguero de líquidos enmohecidos ensucian las sábanas aflojando las carnes deshechas. Residuos de sangre putrefacta fermentan con restos de piel sudada y semen, mientras un centenar de larvas remueven el cadáver. Al otro lado del planeta, una seductora mujer de mirada pétrea y cuerpo fetiche, perfuma su almohada con Chanel nº 5. De fondo, “la vie en rose”.

Versión monólogo

Trece. Que fueron trece. Ni más ni menos. Y luego dirán que no hubo saña ni ensañamiento y le llamarán locura transitoria al tiempo que gastó la tipa en destrozarle la vida al pobre imbécil. Con lo guapo que era… Mira que dejarse engañar así. Si hasta se sabía la contraseña. Los trece números, los trece. Que digo yo, que lo mismo, mientras le clavaba el puñal pensaba en la clave para después… ¡Qué barbaridad!. Una escabechina. Para que luego digan que en este pueblo nunca pasa nada. No, si cualquier día… Ya lo vengo diciendo. Que esas rubias larguiruchas no traen nada bueno, que no son de fiar. Con esos labios tan rojos y esos ojos tan claros… Donde se ponga una morenaza fuerte, con el culo gordo para engendrar zagales… Si es que se está perdiendo lo bueno. ¡Ay Dios! Y yo, soltera y entera. ¡Qué divina desgracia!

Versión noticia

Con trece puñaladas en el abdomen, maniatado y desnudo, encontraron ayer las autoridades el cuerpo de un hombre cuya identidad aún está por confirmar. La autoría del crimen podría recaer sobre una joven mujer rubia que, según testigos presenciales, abandonaría el domicilio portando un maletín oscuro, altos tacones y un vestido ceñido de color negro. Fuentes policiales barajan el robo como posible móvil del crimen. No se descarta la venganza pasional.

Relato Corto. Taller de Escritura. 15 de octubre de 2009.

(En esta ocasión, el ejercicio consistía en utilizar varios narradores para versionar una misma historia desde distintos puntos de vista. Disfruté muchísimo de la frialdad del narrador original, el estilo Mantis Religiosa -como me gusta llamarlo- de frases cortas y palabras directas, con una visión cámara para contar la escena sin implicarse; confieso que también me encantó el morboso; lo de remover llagas, tiene su gusto...)

viernes, 9 de octubre de 2009

EL JARDÍN DE LA SEÑORA DUBOIS

-¿Y dice que se le ocurrió sin más?

-Sí.

-Entonces ¿Es consciente de lo que hace?

-Jardinera.

-¿Cómo dice?

-Se define como florista-jardinera.

El periodista observa la pose gatuna tras el cristal. Se alegra de que no pueda verle ni escucharle. Las manos sobre el regazo, las rodillas barriendo el suelo. Los pliegues de la falda revelan una musculatura ágil, pequeña.

-Me gustaría consultar su historial -añade anotando algo en la libreta.

Ajena a la conversación, la anciana se levanta recogiendo la falda para no tropezar, acaricia el gato que descansa a su lado y desaparece atravesando una cortina de madera en tiras con dibujos geométricos. Su sonido acorchado amortigua los pasos.

-Me temo que esa información está restringida –matiza la enfermera frotando sus manos.

La mujer regresa a la estancia con un ventilador bajo el brazo. Se sienta sobre un taburete azul, lo apoya en el suelo, recoloca las manos sobre la falda y entrelaza los tobillos aireando un par de sandalias con cintas de seda. El gato, ni se inmuta.

-La señora Dubois lleva con nosotros desde el noventa y dos. Llegó a través de una vecina que avisó a los servicios sociales por abandono.

El periodista la observa con extrañeza.

-Presenta un aspecto cuidado -apunta fijándose en el laborioso recogido que ondea en su espalda.

-Toda la ropa es de diseño propio –precisa la enfermera-, nos sorprende cada mañana con un vestido distinto, se inventa peinados… En fin, ya ve… Atípica de verdad.

-Entiendo. Y ¿los ventiladores? –pregunta, alzando el bolígrafo con expresión curiosa.

-Comenzaron a desaparecer el verano pasado.

-¿Los robaba?

-Primero del comedor; luego, de la cocina, las salas comunes… En menos de una semana había desvalijado la residencia al completo.

-Y… ¿Nadie se dio cuenta?

-Pues…

-Pero eso es ridículo –añade observando el gato que endereza el rabo, curva la espalda y se pierde entre flores. La mujer lo llama, pero no responde. Pausada, regresa a sus pinceles y se centra en los contornos de un lirio salpicado de vetas amarillas junto al nuevo ventilador. Dos peonías de enormes aspas coloradas se alzan al fondo. Junto a ellas y, entre tulipanes, florecen orquídeas sujetas a un rosal que gira en el techo.

-No me pregunte cómo logró convencernos –prosigue la enfermera sin dejar de observarla-, su psiquiatra…

-¿Es peligrosa?

-¿Cómo dice?

-Que si…

-En absoluto –corrige molesta por las continuas intromisiones de su interlocutor-. Su psiquiatra, le decía, la citó para aclararlo, pero ella aseguró que se trataba de un encargo que nos reportaría enormes beneficios. El caso es que lanzamos una circular.

El periodista frunce el entrecejo. Observa a la anciana y cae en la cuenta de que esperaba encontrarse con una viejecita enferma, senil.

-Primero a nivel interno, luego local, por radio, televisión y hasta conseguimos…

Deja de atenderla, duda… ¿Realmente no puede vernos? ¿Ni escucharnos?...

-Electrolux y Rowenta firmaron un convenio para financiarnos. Luego, como ya sabe…

¿De dónde habrá sacado las sandalias?

-Saatchi Gallery.

-¿Perdone?

La enfermera se percata de su falta de atención, frunce el ceño y comenta sin ganas -el traslado está previsto en un par de meses.

-Pero… ahí debe de haber cientos… -interrumpe.

-Ciento setenta y dos.

-Va… vaya –balbucea mordiendo el bolígrafo y ocultando la libreta en el bolsillo trasero del pantalón-, y… ¿funcionan? –pregunta empapando el cristal de vaho.

-De momento probamos secuencias alternas. Imagine la potencia que desprenderían todos juntos. De la instalación se encargan los patrocinadores. Con lo que lleva trabajado, esta buena mujer, bien merece un descanso.

La enfermera mira el reloj y se frota las manos.

-Bueno, pues con esto… -se rasca la cabeza-, acabo. El artículo saldrá el lunes. Si me permite un par de fotos –añade hurgando en la mochila que sujeta entre las piernas.

La enfermera asiente.

-Muy bien.

El periodista extrae un objeto envuelto en un pañuelo blanco. Lo abre con cautela y saca una pequeña caja agujereada, pintada de negro. Simula el enfoque manipulando un rollo sin papel higiénico y presiona un lacasito rojo accionando el muelle que dispara un falso canario.

-Clock –apura fingiendo el sonido del disparador sin variar la expresión del rostro-. Clock, clock, clock… ¿No lo nota?

La enfermera se gira aguzando el oído.

-¿El qué?

-El sonido de la cámara.

Termina su trabajo y devuelve el artilugio a la mochila.

-No entiendo como algunos prefieren trabajar con digital.

Y sin esperar respuesta, carga su equipaje al hombro, lanza un beso a la pintora y abandona la sala.

-Grado seis -murmura la enfermera accionando el busca-. Varón, treinta y seis años. Requiere atención inmediata. Urgente.

Relato Corto. Taller de Escritura. 8 de octubre 2009.

(Después de un verano de sequía y continuo remoloneo entre salitre y arena... regreso con nuevas historias gracias a la disciplina impuesta por mi querido profe para este curso. El punto de partida ha sido el extrañamiento. Cuestionar nuevos usos para objetos cotidianos, insistiendo en el poder de la percepción y la necesidad del escritor de observar su entorno como el extraño que es en él para cazar nuevos puntos de vista. Yo he tratado de camuflar ventiladores y convertirlos en protagonistas de un jardín fresquito. Mi personaje, en cambio, prefirió sorprenderme creando un artilugio-cámara mucho más ingenioso... Empiezo a sospechar, que estos impredecibles, siempre se revelan...)

viernes, 24 de julio de 2009

ESTOY EN PROCESO DE INSPIRACIÓN... PARA MI PRÓXIMA HISTORIA


Llevo muchas semanas sin actualizar, pero es que el verano se ha impuesto con fuerza:

1. Sobredosis de contemporaneidad en la Bienal de Venecia
2. Reestructuración mental para proyectos futuros
3. Reestructuración del habitáculo-vivienda y las influencias del Feng Shui


Así que habrá que esperar al otoño para que lleguen nuevos frutos...

sábado, 13 de junio de 2009

CENTRIFUGADOS

El microrrelato centrifuga una historia y la lanza al centro de nuestra imaginación, poniéndola a trabajar de inmediato. Con palabras concentradas, envolventes e indiscretas nos señala con el dedo situaciones en las que nos reconocemos. A veces, mediante la ironía que nos invita a sonreír, otras desde el aroma sutil del recuerdo o con la sorpresa de invertir la lógica y experimentar con el lenguaje.
En un tiempo caracterizado por las mordeduras de las prisas y el poder anestésico de la rutina, no hay nada como una dosis de relatos breves y certeros, libres de aditivos y conservantes, sin derroches ni ostentaciones. Sólo un puñado de palabras despojadas de cualquier elemento expositivo que las perturbe; narraciones reducidas a lo indipensable que avivan el espacio y despliegan en la mente todo su pontencial.
Un regalo lo suficientemente atractivo como para desear que esta muestra de microrrelatos organizada por el Taller de Escritura Paréntesis sea la primera de muchas otras que recojan y expresen la inquietud, ingenio y sabiduría que estos escritores ponen en práctica para lanzarnos un guiño y emocionarnos desde una distancia corta capaz de mostrar lo esencial de la complejidad humana.

Ana Robles
Comisaria de la exposición







sábado, 6 de junio de 2009

PREMIO OROLA DE VIVENCIAS

Finalmente, entre las 2045 vivencias presentadas al III Premio Orola de vivencias, la mía quedo semifinalista en la novena posición ("La mudanza") y aparecerá publicada en otoño en ese mismo puesto, en un libro que recogerá las 150 mejores.
Estoy tan feliz...

LA MUDANZA
Apenas subía seis palmos del suelo cuando mi tía me dijo que tenía que irme a vivir con ella. Yo pregunté por mi hermano, mis padres y mi tortuga, pero ella cambió de tema y me subió los calcetines. Miré hacia atrás y conté los escalones. Me gustaba saltarlos de dos en dos de la mano de mi hermano. La puerta estaba entreabierta y unos desconocidos con gorra y mono azul trasladaban cajas y muebles desde mi casa hasta un camión enorme aparcado enfrente. Volví a insistir y esta vez mi tía me dio un beso en la mejilla y me ató la bufanda. “Ya verás lo bonita que es tu habitación nueva. Tiene hasta un árbol de Navidad con tu nombre”. Luego me abrochó el abrigo, me ajustó las coletas y me acompañó al coche.
Esa noche y las siguientes no dormí nada. El parpadeo de la estrella no sirvió para velar mis sueños.


viernes, 29 de mayo de 2009

LAS VOCES DE PENÉLOPE



Dos. 

La despedida. 

 

Se escucha "Cómo fue" de Benny Moré. En escena, LA MUJER QUE 

ESPERA, rodeada de un ejército de zapatos, botas,sandalias y zapatillas 

desparejados. Va ordenando los pares, buscando la pareja de cada uno. 

  

LA MUJER QUE ESPERA.- Había imaginado de mil formas 

esa palabra perversa de dos sílabas: ADIOS. Hasta que el agua 

nos reúna nuevamente en la luz de la tarde. Hasta que el aire 

nos contamine con alegría o tristeza. Hasta que nos volvamos a 

ver. Había supuesto mil quinientas trece formas de despedida. 

(Pausa.) La real fue la mil quinientos catorce. 

Se fue. 

A veces su sombra me acompaña cuando bailo. Su respiración 

- aquí, entre el cuello y la mejilla- se interpone con cualquiera 

que me saque a bailar. A veces es como el bandoneón que me 

persigue pedigüeño en el Metro, como la voz de un árbol que 

sigue creciendo dentro de mí. 

A veces me gustaría no pensar. Observar lo que me rodea - el 

jardín de arena, la acera, el contenedor de vidrio, la farola, el 

rótulo de la pescadería- y nada más. Dejar pasar la tarde como 

un viajero abrigado en el retraso del tren. Sería estupendo ser 

así: ligero, volátil, efimero. La sombra de lo que fuímos, el 

presagio de lo que deseamos. 

Pero no. No lo somos. Estamos entregados al frío de los 

tiempos. Que el pensamiento se empape en calma. 


Se escucha "Somos novios", de Armando Manzanero. LA MUJER QUE 

ESPERA baila sola, colocando los brazos y la mirada en un compañero 

imaginario. A su alrededor todos los pares de zapatos, dispuestos como si 

se tratara de una pista de baile. LA MUJER QUE ESPERA sa1e de 

escena. 



Ayer me emocionaste Sonia, las palabras, el escenario, la intimidad... Has sabido tejer una historia que te atrapa desde el principio, que te arrastra y te identifica (porque todas hemos sido alguna vez un poco Penélope, todas hemos esperado y, algunas, hasta hemos aprendido a esperar). Y me has llevado a Tánger, a sus telares, a sus hilos enredados en cualquier pomo de cualquier puerta, a su azul intenso y pálido y turquesa. Me has arrastrado por la historia, deteniéndome en cada mirada, en cada gesto de sus protagonistas. Y he deseado vestir y desvestir el escenario, tejer el entramado central con mis manos de araña y convertirlo en mi escondite (cuanto daría por envolverme en un lugar así de vez en cuando y usarlo de celosía y ver sin dejarme ver...) o pasear mis patitas gatunas enganchadas en cualquier ovillo y rodar por el suelo. Me has hecho sentir cerca del mar, en sus entrañas frías y azules y oscuras. Y cerca del cielo (a lo lejos, en la esperanza)...



Y todo esto que te cuento... Ha merecido la pena.



Cóloca el retrato sobre la silla de enea. 

La espera me hizo más fuerte, más segura y descreída. 

Llegaban rumores constantes de regresos o tragedias. Y un día 

aprendí a esperar. A esperarme a mí misma. Y a proteger un 

poco ese lado del corazón que se hace arena o fuente, 

dependiendo de la luz que lo ilumina. 

Aprendí a mirar mi sombra paseando por la orilla con una 

tristeza que construye futuro. Esa tristeza dio paso a la 

serenidad. Y la serenidad a la calma. Y la calma a la inquietud 

por ser yo, no la espera de otro. 

Me esperé a mí misma. Esta es mi verdadera historia.