viernes, 29 de mayo de 2009

LAS VOCES DE PENÉLOPE



Dos. 

La despedida. 

 

Se escucha "Cómo fue" de Benny Moré. En escena, LA MUJER QUE 

ESPERA, rodeada de un ejército de zapatos, botas,sandalias y zapatillas 

desparejados. Va ordenando los pares, buscando la pareja de cada uno. 

  

LA MUJER QUE ESPERA.- Había imaginado de mil formas 

esa palabra perversa de dos sílabas: ADIOS. Hasta que el agua 

nos reúna nuevamente en la luz de la tarde. Hasta que el aire 

nos contamine con alegría o tristeza. Hasta que nos volvamos a 

ver. Había supuesto mil quinientas trece formas de despedida. 

(Pausa.) La real fue la mil quinientos catorce. 

Se fue. 

A veces su sombra me acompaña cuando bailo. Su respiración 

- aquí, entre el cuello y la mejilla- se interpone con cualquiera 

que me saque a bailar. A veces es como el bandoneón que me 

persigue pedigüeño en el Metro, como la voz de un árbol que 

sigue creciendo dentro de mí. 

A veces me gustaría no pensar. Observar lo que me rodea - el 

jardín de arena, la acera, el contenedor de vidrio, la farola, el 

rótulo de la pescadería- y nada más. Dejar pasar la tarde como 

un viajero abrigado en el retraso del tren. Sería estupendo ser 

así: ligero, volátil, efimero. La sombra de lo que fuímos, el 

presagio de lo que deseamos. 

Pero no. No lo somos. Estamos entregados al frío de los 

tiempos. Que el pensamiento se empape en calma. 


Se escucha "Somos novios", de Armando Manzanero. LA MUJER QUE 

ESPERA baila sola, colocando los brazos y la mirada en un compañero 

imaginario. A su alrededor todos los pares de zapatos, dispuestos como si 

se tratara de una pista de baile. LA MUJER QUE ESPERA sa1e de 

escena. 



Ayer me emocionaste Sonia, las palabras, el escenario, la intimidad... Has sabido tejer una historia que te atrapa desde el principio, que te arrastra y te identifica (porque todas hemos sido alguna vez un poco Penélope, todas hemos esperado y, algunas, hasta hemos aprendido a esperar). Y me has llevado a Tánger, a sus telares, a sus hilos enredados en cualquier pomo de cualquier puerta, a su azul intenso y pálido y turquesa. Me has arrastrado por la historia, deteniéndome en cada mirada, en cada gesto de sus protagonistas. Y he deseado vestir y desvestir el escenario, tejer el entramado central con mis manos de araña y convertirlo en mi escondite (cuanto daría por envolverme en un lugar así de vez en cuando y usarlo de celosía y ver sin dejarme ver...) o pasear mis patitas gatunas enganchadas en cualquier ovillo y rodar por el suelo. Me has hecho sentir cerca del mar, en sus entrañas frías y azules y oscuras. Y cerca del cielo (a lo lejos, en la esperanza)...



Y todo esto que te cuento... Ha merecido la pena.



Cóloca el retrato sobre la silla de enea. 

La espera me hizo más fuerte, más segura y descreída. 

Llegaban rumores constantes de regresos o tragedias. Y un día 

aprendí a esperar. A esperarme a mí misma. Y a proteger un 

poco ese lado del corazón que se hace arena o fuente, 

dependiendo de la luz que lo ilumina. 

Aprendí a mirar mi sombra paseando por la orilla con una 

tristeza que construye futuro. Esa tristeza dio paso a la 

serenidad. Y la serenidad a la calma. Y la calma a la inquietud 

por ser yo, no la espera de otro. 

Me esperé a mí misma. Esta es mi verdadera historia. 

miércoles, 27 de mayo de 2009

INCONFESABLE

Estábamos las cuatro reunidas. Peca, Amaya, Trini y la domadora de rizos con felpa que llevaba veinte cinco años conviviendo conmigo. Faltaban seis días para la boda y despedíamos la soltería de Amaya, con una cena pactada en un lugar elegante. En la segunda ronda de Contino, Peca decidió que era el momento ideal para revelar algunas escenas eróticas inconfesables. Todas reímos, bailamos las copas en un brindis desafinado y nos exploramos esperando la primera intervención. Mi recuerdo llegó en un destello, semioculto entre un montón de libros sujetos por dos refinadas manos de bronce que chirriaban junto a la colección de latas de cerveza y el póster de los Ronaldos. Estaba allí esperándome, con su carátula amarilla y una sola palabra escrita con rotulador negro en la portada: SURF. Y allí estaba yo, en el cuarto de mi hermano, con once añitos y un manojo de rizos estirados en un coletero de margaritas a juego con los calcetines; un poco rancia y sabihonda, al tiempo que torpe y demasiado cursi. Esperé a que todos se marchasen; mi padre, a seguir arreglando el mundo desde su pequeño despacho sin vistas al mar, mi madre, con la abuela y sus tardes de novela y nostalgia y mi hermano con su amigo Fran, para preparar los primeros parciales de una diplomatura que duraría más de cinco años. Pasé de puntillas bordeando la cama, la tomé prestada y volé hasta el salón para conectar el video y quitar el volumen, antes de pulsar el play y levantar los ojos hacia la pantalla.

No había créditos. Aparecían sin previos dos hombres sentados en un banco de lo que mucho después supe que era una sauna. Tenían el pecho descubierto y una toalla mínima sujeta a la cintura. No se miraban. El más ancho de hombros, lucía un torso negro y brillante, húmedo. El otro, de menor apariencia y para compensar, mostraba un tatuaje que cubría el brazo derecho y terminaba en la mano posada en el muslo del compañero. Al cerrar el puño, un primer plano, me reveló que se trataba de la cabeza de una serpiente enroscada desde el hombro. Tenía la caperuza desplegada, los ojos fijos sin párpados y el color tostado de una cobra amarilla en posición de ataque (esto también lo averigüé después). Lenta y precisa, comenzó a frotar sus escamas contra el rizo de la toalla. Subía, bajaba y se ondeaba, mientras el negro aflojaba las piernas, se mordía el labio inferior y mantenía los ojos fijos en el reptil que cruzaba de muslo a muslo incidiendo en el bulto que empezaba a crecer en el centro. Desde mi ángulo, a dos palmos de la pantalla y con el dedo fijo en el stop por si sonaban las llaves o el timbre, las proporciones se disparaban. Las piernas crecían mostrando la tensión de los músculos, el ombligo tiritaba en el abdomen a cuadros y la presa engordaba a una velocidad sofocante.

-Noe, comienza tú, con lo listilla que eres seguro que te los has cepillado a pares.

-¿Yo? ¡Qué va! Soy tan ñoña que ni siquiera me atrevería a pensar las perversiones que esconde mi futura cuñada. (Las demás rieron).

-¡Ah! Yo no cuento y menos para ti, guapa -dijo dirigiéndome su copa y simulando un brindis-. Todavía tengo que cazar a tu hermano ¿recuerdas? –Y sonrió mostrando un diminuto diamante de compromiso.

Cazar, atrapar, apresar... Las palabras me devolvieron a la culebra tatuada que continuaba danzando cauta entre las piernas hasta que el dueño de la preciada presa, cansado de rodeos, la atrapó al vuelo y se arrancó la toalla mostrando sus atributos.

-¿Os acordáis de Miguel? El hermano de Eulalia -me atreví al fin para romper el hielo-. Pues, la verdad es que no nos reuníamos precisamente para repasar integrales en selectividad.

-¿De veras? Pero si Escalante lo más valiente que hacía era robarle cromos a su hermana –añadió Amaya en el mismo tono.

-Eso creía yo hasta que una tarde cerramos la puerta y apagamos el flexo.

-Yo soy incapaz de cerrar los ojos –desveló Trini besando la servilleta.

-Depende de quién, ¿no? A veces, hay tipos que… en fin… -y señalé al gordo enchaquetado que engullía una torre de fresas, en la mesa de enfrente.

El silencio entre risas me devolvió a la sauna transformada en campo de batalla.  El tatuado se arrodilló mirando a la cámara y comenzó a morder los pezones del negro que mostraba su lengua jugosa a cada bocado y profería ruiditos que yo no alcanzaba a escuchar. Mientras, la cobra, insistente y obsesiva, separaba las mandíbulas-dedos lanzándose ávida sobre su conquista y sacudiéndola de arriba abajo.

-¿Y qué pasó luego? ¿Os seguisteis viendo? -insistió la futura novia.

-Sólo un tiempo. Llegó el verano. Se marchó a estudiar Interpretación a Madrid y perdimos el contacto.

-Suele pasar…

-Lo mío, prefiero olvidarlo –continuó Peca-. Si mi abuela hubiese intuido las perversiones que mi primo Javi me enseñaba en su casa después de clase, la habría palmado mucho antes. 

Seguí escuchando sin escuchar y recordé que aquella, había sido mi tercera película rara. No sé el tiempo que mi hermano llevaba grabando y regrabando la vieja cinta de video y si alguien más que yo, compartía el secreto. Lo cierto es que siempre aparecían hombres y yo enrojecía cuando comenzaban los acoples y miraba al suelo desconcertada. Sin embargo, no podía resistir el impulso de fisgar a escondidas, cada semana. Fueron muchos los pitos que descubrí aquel invierno hasta que un día desapareció la carátula amarilla y mi hermano dejó de estudiar en casa de Fran. Nadie preguntó nada. Pasaron más de cinco años hasta que nos presentó a su primera novia. Tenía veintitrés años y una sonrisa perfecta. La misma que lucía entonces a una semana de la boda. Antes era demasiado pequeña para entender, después demasiado cobarde para confesar. Solo sé que mi mejor recuerdo erótico, continuó siendo inconfesable. 

Ejercicio de relato erótico. Taller de Escritura. 25 de mayo de 2009.