miércoles, 18 de noviembre de 2009

EN PAZ

Almorzaban mirando la tele cuando el techo se derrumbó. Un bloque de cemento y polvo del tamaño de una sandía cayó sobre el parqué removiendo vasos y platos y dejando al descubierto la cara del vecino que asomado, desde arriba, preguntaba si estaban bien. Arturo saltó con la camisa chorreando de tomate y la boca tan abierta como los ojos. Se pringó los dedos y avanzó hasta el agujero apretando el cuchillo, goteando salsa y resoplando. Maite se puso tan nerviosa al escuchar al vecino bajar las escaleras que abrió la puerta y le zampó dos besos, como a las visitas. Luego se quedó sin voz. Estaba convencida. Arturo lo mataría.

La primera noche que llegaron juntos y apretados, la despertó su risa y el sonido de los tacones. La vecina se esforzaba por bajar la falda y estirar el diminuto trozo de tela enrollado en la mano que se escurría por sus nalgas. Él se reía y le mordía la oreja un escalón por detrás para compensar su altura.

Tras las llaves y el portazo, Maite despegó el ojo de la mirilla, se ató la bata y regresó junto a su marido que dormía acurrucado a su almohadón de plumas.

El descanso se rompió enseguida.

-¿Qué son esos golpes? -preguntó Ernesto.

-La vecina –contestó ella contándole lo que había visto.

Arturo se limitó a desear que durase tan poco como el último capullo, apretó su almohadón y compadeció a los niños.

Los rugidos del colchón cesaron con el despertador, pero las ojeras regresaron al día siguiente y la intensidad, lejos de perder potencia, se hizo insoportable. A la tercera noche, Arturo, incapaz de cruzar palabra con la vecina, se hizo con todo tipo de artilugios para conciliar el sueño. Tapones de espuma. Anatómicos. De silicona flexible. Nada. Los vecinos seguían de acampada libre, desplegando instintos que no podían evitar.

A la semana, Maite regresó a la mirilla. El vecino bajaba sonriendo de la mano de la pequeña que alzaba un donuts brillante como el que muestra un trofeo. A la vuelta, la niña subía cantando, montada en una escoba y arrastrando el cepillo escalón a escalón. Él, cargado de bolsas, sonreía y tarareaba siguiendo el paso.

Mientras crecía la distancia entre Arturo y los vecinos, Maite se dedicaba a reconstruir sus vidas por las paredes, los visillos, la mirilla. Escuchaba el chapoteo de los niños en la bañera y la respiración exhausta de los vecinos que aprovechaban el remojo para hacer rugir el colchón. Atendía los consejos de la madre al niño para evitar las bromas del largo, el Chano, el Pelayo y las propuestas del vecino para esquivar las burlas.

-Cuando te lo echen en cara, les dices que te encanta. Que ser bajito tiene sus ventajas y que ellos no pueden mirarle las tetas a la profesora sin ganarse un guantazo.

A veces, se asomaba al patio común para oler las sábanas que tendía a diario y los guisos que cocinaba. Se entretenía en los piropos dedicados a su vecina. Y pasaba el rato, siguiendo el parchís o las risas del Scrabble y añadiendo palabras inventadas.

Por las tardes, cuando Arturo regresaba y retomaban las opciones para deshacerse de los vecinos, le preguntaba cómo había ido el día. Ella confesaba que era insoportable, que discutían, que escuchaba llorar a los niños. Que todo iba mal. Y él, con las piernas sobre el taburete y los riñones mullidos entre cojines, compadecía a los niños y deseaba que durase tan poco como el último capullo.

Así concluyó el invierno. Hasta que una tarde, Arturo dejó de quejarse, tragó saliva y tendió la mano hacia la taza de té.

-¿Estarías dispuesta a hacerlo? –Preguntó antes de probarlo.

-Sólo si me prometes que todo irá bien.

Se miraron.

-Pues entonces…-pensó un momento –Prometido -Y se llevó a la boca la taza para sellar la conversación.

La semana siguiente fue cuando el techo se desplomó. Arturo recibió al vecino con las manchas de tomate y los ojos encendidos. El vecino, espátula en mano, apareció sudando, con un peto desteñido que no tapaba sus musculados brazos. Miró a Arturo, al cuchillo y tiró la espátula en son de paz.

-Lo siento, yo… ¿Estáis bien? –dijo mirando a Maite por primera vez.

Detrás llegaron los niños y después la vecina, con un vestido muy corto y unas piernas muy largas. Los tres avanzaron sin verla descubriendo el destrozo y abrazando al culpable.

-¡Ay va! –exclamó la pequeña señalando el agujero.

-Martina -reprendió su madre agachándole el brazo.

Arturo soltó el cuchillo, cruzó el salón pisando escombros y se fundió en el abrazo con los cuatro. Los vecinos se miraron extrañados.

-Pues sí. Sí que tenía ganas de conocer al maldito hijo de puta que me jode las noches desde hace un año y a sus malditos bastardos –dijo apretándolos fuerte.

Las caras cambiaron.

-Ya me contarás el secreto para mantener en forma semejante cuerpazo –añadió palmeando el culo de la vecina que se resistió dando un saltito.

–Vaya con la putita –añadió. -Qué trasero…

Arturo señaló el sofá y les dedicó una agradable sonrisa.

-Si queréis tomar algo. Ponche, galletas, té. Estáis en vuestra casa -y llamó a Maite.

De lo próximo no quedó nada. Fue lo último que fijó. Esto, el agujero y el puño en las costillas. Los médicos lo llamaron síndrome postraumático selectivo. La pérdida de memoria no afectó a las demás capacidades, aunque fue motivo de una larga baja laboral. El seguro corrió con los gastos. Del agujero y de las costillas. El juez creyó la versión de Maite, el abogado los libró del vecino y la vecina cambió de barrio.

Maite siguió sin dormir y Arturo continuó abrazado a su almohadón de plumas.

-Ay, Maite… –murmuraba, a veces, sin variar la postura. –La de cosas que hace uno para descansar en paz.

Relato Corto. Taller de Escritura. 12 de noviembre de 2009.

(En esta ocasión, trabajamos sobre la construcción del personaje redondo. Aquel con el que, en cierta medida, podemos identificarnos. Con sus contradicciones, su conducta. Incluso, aunque no compartamos su actitud, lo llegamos a comprender. El personaje redondo siempre tiene cosas que contar. Su valor reside en su actitud para sorprendernos de manera convincente. En este caso, Maite -y, aunque en menor medida, también Arturo-, a pesar de sus pocas palabras y del tono del narrador, que consiguió despistarme un poco...- tuvieron mucho que contar.)

Les seguiré la pista...