domingo, 22 de febrero de 2009

TIERRA, TRÁGAME

Faltaban cinco minutos para las doce. Miguel bajó del coche acelerado, extrajo un maletín acolchado de la parte trasera y rodeó el vehículo lanzando un improvisado beso a su acompañante. Sin mirar atrás, se dirigió hacia la taquilla apresurando el paso para aligerar la marcha.  El bullicio era ensordecedor. El anuncio continuo de llegadas y salidas se mezclaba con el murmullo incesante del revuelo de equipajes.  Un chico en camiseta enganchado a un monopatín tuneado recibía las quejas de una anciana sentada sobre una nevera de playa, mientras un trío de jóvenes acicaladas con mandil y peinas dificultaba la marcha regalando romero y prometiendo romances. Junto al bar, atestado de pasajeros perfumados de un añejo olor a  refrito y café, giraban los muestrarios de una tienda con un sobrecargado escaparate de miniaturas inservibles a un euro. En su interior, una pareja bronceada solicitaba ayuda para depositar sus postales a una señora ofuscada en calcular el importe de sus compras, mientras una niña trenzada aplastaba su piruleta sobre la portada del Marca y su padre, ajeno al estropicio, ojeaba varios suplementos dominicales.

Tras atravesar la jauría que llegaba o partía aprovechando la festividad y el puente, y hacerse con el último billete, Miguel llegó al andén indicado, subió al autobús y buscó hueco al fondo, junto a una rubia espléndida que se despedía efusiva de su gemela tras el cristal.

-¿Te importa?- preguntó señalando el maletín y depositándolo en sus rodillas.

-No, no…- pronunció la joven reculando sobre su asiento.

Sin mediar palabra, extrajo el portátil y los cascos, lo encendió y se llevó los auriculares a las orejas. Después, abrió la biblioteca de Itunes, configuró un listado de canciones y ajustó el tiempo a la duración del trayecto.

El vehículo emprendió la marcha y Miguel, acomodándose a conciencia, sintonizó el play, apoyó la cabeza en el respaldo y se limitó a observar el baile de cogotes que iniciaba el trayecto. Jugueteó con el ratón, subiendo y bajando el volumen hasta encontrar el nivel exacto, entornó los ojos y se dejó llevar.

Al principio, el aforo aparentó discreción, pero poco a poco, comenzó a palparse cierta inquietud. Algunos se giraban observando como Miguel bostezaba plácidamente llevando el ritmo de las canciones con la boca y los pies. Otros, no daban crédito a tanto descaro.

¿Pero qué hace? preguntó la chica de delante a su marido. ¡Éste se cree que va sólo! Exclamó otra voz próxima. ¡Vaya tela! Objetó un tercero.

Incómodos y reacios a forzar el enredo, miraban a su acompañante exigiendo alguna reacción, pero ella, incapaz de perturbar su placentero descanso, recibía las quejas encogiendo los hombros y negando con el dedo cualquier implicación en el asunto.

Hora y media más tarde, el conductor anunció la penúltima parada. Varios viajeros abandonaron el autobús; entre ellos, la belleza rubia que lo había soportado.

-Perdona ¿me dejas paso? – preguntó

-Sí, claro - contestó despertando de su agradable letargo.

-Ah… y la próxima vez –matizó en voz baja-  baja un poco el volumen. Nos hemos aprendido todas las canciones de Amaya.

Miguel arqueó las cejas, miró la pantalla, agarró el cable de los cascos y, al comprobar que la clavija colgaba libre sobre sus piernas, aplastó de golpe el portátil, dejó paso a su acompañante y enflaqueció en el asiento como una avestruz temerosa de ser desplumada.

Relato Corto. Taller de Escritura. 25 de octubre de 2008

(Rescato un relato anterior. En esta ocasión, el ejercicio consistía en escribir desde la sencillez, contar una historia sin artificios para no complicar al lector. En esto, Hemingway, sigue siendo el rey)

Te lo dedico, Miguelae http://paquequieroyounblog.blogspot.com/

domingo, 15 de febrero de 2009

LA BIBLIOTECARIA



Conocía de sobra aquel lugar. Los últimos cinco años los había empleado en reponer carteles que aseguraban la conexión Wifi en toda la sala, la advertencia sobre la protección electrónica de los libros o el evidente circulito rojo que prohibía fumar. El más odiado para Julia era, curiosamente, el más deseado por sus compañeros. No había mayor placer, según Carlos, que incorporarse al turno de tarde y remitirse a las normas: “El préstamo está cerrado de 14h al 16h”. Pero ella detestaba el cartel y lo ocultaba siempre que podía porque necesitaba escuchar las dudas de los novatos, el deletreo de las signaturas o el calor de una sonrisa agradeciendo un préstamo. Condenaba el aburrimiento que trepaba por las paredes de las estanterías forradas de libros organizados por colecciones, disponibles para el préstamo o la consulta, o la reserva de ácaros, o el criadero de arañas; o lo que fuera que mantenía todo en su sitio, sin cambiar un ápice, desde no recordaba cuándo. Y aquella tarde, también volvió a cuestionar sus hábitos. Su manía a llegar con antelación para sumar minutos que nunca gastaba en nada, el recuento diario de las hojas del pascuero que se negaba a perder ni una sola desde diciembre y la lectura obligada del parte de incidencias, que repetía episodios tan atractivos como la falta de impresos para el préstamo de portátiles, la fotocopiadora atascada o la premisa de dejar las llaves en conserjería una vez terminado el turno. Era tanto su aburrimiento que, a veces, imaginaba que el carro de la limpieza cobraba vida y los palos de escoba que escoltaban al Señor Pronto, Don Limpio y Mister Pato W.C, se revelaban y huían volando para dejar de barrer las porquerías de aquella tropa de estudiantes malcriados; o que los guantes posados en el asa del carro, como dos manos de plástico inerte, eran un descuido de la limpiadora asesina que ocultaba en la bolsa accesoria el caniche descuartizado de la Rectora. Dejaba así volar su imaginación sobre el jardín de cactus reverdecidos por la luz falsa de los fluorescentes. Aquellos tallos tan vivos, apoyados en el mostrador, que podrían haber sido obsequio de un apuesto alumno al que eximió de condena por no devolver un libro en plazo y, después, la invitó a cenar, y la besó en los labios, y la salvó de jubilarse como actriz principal de aquella obstinada función con demasiadas temporadas. Un lleno absoluto, sí, los meses de exámenes, que protagonizaba con austeridad franciscana, sin presumir de una prodigiosa memoria que recordaba autores que no sabían pronunciar ni los Erasmus, ni sus tutores. Tan sólo, el vaivén de la puerta abatible y sin pomos que recogía la entrada y salida constante del público, el rechinar de alguna silla deslizada por el suelo, el repiqueteo de bolígrafos y el termitero de folios, enfrentaba el mutismo permanente y la sensación claustrofóbica de lo que ella imaginaba sería una copia del fin del mundo. Penaba y soñaba Julia, aquella tarde de febrero inhóspita, deseando que el tiempo detenido se echara a andar, como un bebé estrenando los primeros pasos o balbuceando las primeras palabras. Y entonces ocurrió; organizando los objetos olvidados por los alumnos y  acumulados bajo su mesa, desenterró una pequeña agenda dorada, la abrió al azar y comenzó a leer, desatendiendo a su conciencia.

Escena. Taller de Escritura. 14 de febrero de 2009.

(En esta ocasión, el ejercicio consistía en escribir una escena, introduciendo una descripción del espacio físico y psicológico)


miércoles, 11 de febrero de 2009

EXVOTOS



Entramos en la tienda. Antigüedades Fernández. Nos recibió un cuco disparando un pájaro desde la esquina. Cantó seis veces y luego se encerró en su jaula. Por el aspecto de la madera sin colorear y la forma de la casa de calado plano, supe enseguida que se trataba de un Eisenlohr, de mediados del XIX. Había catalogado uno parecido no hacía mucho. Junto a él, dos mesas gemelas de patas mordisqueadas, revelaban la presencia de larvas abandonando montoncitos de serrín junto a los orificios. Olía intensamente a madera, las ventanas estaban cerradas y el polvo oscurecía la superficie de varios objetos seleccionados con cuidado. Un frutero de cristal azul bañado en oro imploraba más luz para apreciar sus detalles. Miré al fondo y le vi entre sombras manipulando una caja rota. La esfera desecha, las gafas al filo de nariz, los ojos certeros y las manos tiznadas engrasando el anclaje del mecanismo. El flexo recortaba la escena como en los bodegones barrocos. No estuve segura de que era el dueño hasta que Emilio se adelantó.

-Buenas tardes, veníamos buscando los corazones de la señora Rosa.

El anciano (le calculé unos ochenta) despegó los ojos del reloj descuartizado y nos hizo un gesto que interpreté como una invitación a pasar.

-Disculpe- Insistió Emilio -Siento interrumpirle.

-Están al fondo- Arrojó sin más- Enciendan la luz junto a la puerta y entreténganse un rato. Acabo esto y les atiendo.

Salvamos la montaña de muebles intentando no causar estropicio hasta alcanzar la puerta. Emilio me cedió los honores y la entreabrí. Un neón afilado tembló en el techo y nos deslumbró hasta que apareció ante nosotros la pared lacrada de corazones cincelados, repujados y calados en plata. Emilio me apretó la mano y no dijimos nada. Experimenté un placer físico, casi hiriente, como de punta de alfileres. Me estremecí.

-Piezas de culto- Pronunció frotándose las manos en el delantal- Ofrendas de altares para los días de fiesta. Los más antiguos son del XVI; en las esquinas. La mayoría son exvotos a la Virgen para agradecer las buenas cosechas, aunque Doña Rosa, su anterior dueña, me contó otra historia.

-¿Son todos de la misma propietaria?- Pregunté separándome de Emilio y acercándome embelesada.

-Sí. Los reunió durante años. Repartidos en los salones de su finca. Ya ve, a algunos les da por coleccionar sellos y a Doña Rosa…

-Pero ¡Esto debe costar una fortuna!- Añadió Emilio, pensando como siempre en números.

-No se crean. Tuve suerte de encontrarlos a un buen precio. Doña Rosa no heredó fortuna de marido alguno. La suya, le llegó quinceañera. Apareció un día paseando los rizos negros, la sonrisa amplia y las enaguas brillantes por calle Sierpes, con un apellido heredado de un primo emparentado con la Duquesa Roja.

-Doña Luisa Isabel Álvarez de Toledo y Maura, tres veces Grande de España- añadí sin separarme de los corazones y abriendo los ojos más aún.

-Pues… sí. Parece informada -Afirmó observándome como al cuco destripado.

-¿Y cómo han llegado hasta aquí?-  Volvió a cuestionar Emilio.

-El  primero que me vendió fue el del centro. El maestro que lo trabajó debió pasar días estirando la plata para conseguir esos hilos y hacer el calado.

-Parece encaje de bolillos- Interrumpió Emilio.

-Es veneciano. Principios del XIX. Una copia del original que perteneció a la Cofradía de San Marcos. Doña Rosa lo compró en el sesenta y ocho, si no recuerdo mal.

-¿Por qué reunía corazones?- Pregunté ensimismada.

-Si le interesa, le contaré un cuento- Emilio me miró extrañado y yo asentí expectante.

-La chica era pobre, sumisa y disciplinada. Una Cenicienta infeliz que pasó su infancia en Verona, escribiendo mensajes de amor en la supuesta casa de Julieta. Al quedar huérfana y, convertirse de pronto en princesa sevillana, soñó con encontrar un Montesco al que amar para siempre y regresar a su tierra natal algún día. Pero los planes se torcieron y no tuvo final feliz. Por más que rezó a la Macarena; y recreó altares cada mayo para enaltecerla; y gastó su fortuna en corazones de plata; Romeo no apareció nunca y Doña Rosa, murió de pena.

-¿De pena?- Desconfió Emilio arrugando el entrecejo.

-Bueno, de pena y… La visité en La Estrella, la residencia de ancianos. Semanas antes morir. Fue el año pasado… Don Antonio -me dijo- No me venda el primero que le empeñé. Se lo regalo. A lo mejor, usted, que tan bien se lleva con San Antonio, consigue mejores frutos. Pero qué dice Doña Rosa, si yo a la única que he querido siempre es a usted. Bromeé con ella. Entonces me cogió la mano y me miró a los ojos y me trasladó a la primavera del sesenta y ocho.

 

Doña Rosa se levantó temprano y prendió azahares en su blusa bordada. Se atusó los rizos, se colocó su mejor peina y bajó a desayunar al jardín. Estrella lo tenía todo dispuesto. La mosquitera del columpio alzada, el mantel recién planchado, el té sin hervir, las tostadas con miel y manchego. Llevaba años organizando a la misma hora el mismo ritual.

-Que tenga un buen día señora- deseó retirando la bandeja, tras comprobar que todo era de su agrado.

 -Gracias- Respondió con el primer balanceo- Por cierto- añadió sin mirarla- Dile a Paco que descuelgue el tapiz del salón rojo. Hoy esperamos un nuevo envío desde Italia.

-¿Otro corazón señora?- Se adelantó sin pensarlo.

Doña Rosa destapó la tetera y absorbió su calma cerrando los ojos. Se quedó prendada en algún recuerdo y, al escuchar alejarse a Estrella, sacó del pecho una foto, suspiró lamiendo una lágrima y susurró “Sí, otro más, Rosita, otro más. Y esta vez, será el último”.

 

-¿Éste es veneciano?- Indagó Emilio señalando la filigrana y quebrando sus recuerdos -Algo gordo debió ocurrir para empeñarlos ¿cómo se arruinó?- Añadió dando por supuestas demasiadas cosas.

Don Antonio dejó de mirarme, retomó en silencio sus pasos y volvió a la tarea como si estuviese todo dicho.

-Qué tipo más raro- Vámonos de aquí.

Me acerqué aún más al santuario de corazones. Todos tenían cincelados cuatro iniciales. Las dos primeras, siempre coincidían. R. A. Las siguientes, variaban en cada ejemplar. El del centro, el veneciano de filigrana, marcaba A. F. Recordé el nombre de la tienda, “Antigüedades Fernández” y el de su dueño, “Don Antonio”. Tomé a Emilio de la mano y desaparecimos. No sabía por qué, pero me sentía una profanadora de tumbas. El resto, preferí imaginarlo.

Relato corto. Taller de Escritura. 7 de febrero de 2009.

(En esta ocasión, el ejercicio consistía en escribir un relato libre, realizando un salto temporal; no pude evitar inspirarme en la historia que me contó mi amigo Pedro. No dejen de visitar su blog http://florescaras.blogspot.com/. Las imágenes que acompañan al relato, pertenecen a su serie "grandes esperanzas" que a finales de febrero se expondrá en Basel -Suiza-)

jueves, 5 de febrero de 2009

LA MALETA ROJA



Me costó encontrarla, pero había conseguido comprar la maleta aquella misma mañana: Samsonite, modelo spinner, 4 ruedas, 72 cmts, roja. Podía sentir el tacto arrugado de la nota en el bolsillo de mi falda. La apreté y me aproximé hasta la terminal de salidas. Faltaban diez minutos para las cinco.

No había probado bocado desde la noche anterior y el vacío me golpeaba el estómago. Me detuve en mitad de la pasarela llena de viajeros e intenté memorizar el máximo número de detalles. Me temblaban las piernas y temía caer desplomada. Éramos muchos, había demasiadas maletas, abundaban las rojas. La multitud paseaba una extraña mezcla de ropa y complementos. Pieles, maxibolsos con botines de plataforma, vaqueros, bermudas, sandalias. Todo el fondo de armario disponible en los cinco continentes. Un caniche con un abriguito a cuadros reclamaba la atención de un golfista vestido igual. A su lado, una pareja de ancianos endebles se enzarzaba en una discusión absurda sobre la disposición de sus baúles en un solo carro y, a mi izquierda, dos imberbes devoraban un bocata entre beso y beso, mientras una desbandada de adolescentes perseguidos por sus maestros corría hacia una de las colas de facturación. Detrás, una pequeña despistada con gafas y trenzas rubias me recordó a Laura.

Paré, descargué el peso en el suelo, respiré hondo y estrujé la nota con rabia. Cerré los ojos y traté de concentrarme en el recorrido. Pasado el quinto mostrador de facturación verá el luminoso azul de Finnair, gire a la derecha y continúe recto hasta llegar a la cafetería Colombia. Dispone de mesas en el exterior. Siéntese y espere. El contacto llegará a las cinco. Sentí una arcada. Me faltaba el aliento, la sala encogía y el ruido aumentaba. Recordé a mi pequeña apretando mi espalda con un abrazo esponjoso recogido en mi hombro. Ves, mamá, encajamos como dos piezas de puzzle, decía sonriéndole a la pantalla del portátil y cambiando los colores de mis diseños. Aceleré el paso y dejé de pensar. Me senté frente a un tipo enorme que hojeaba un periódico removiendo un café. No llevaba equipaje. Me fijé en sus zapatos afilados y su camisa morada. Por los pliegues, supuse que llevaba horas de retraso y espera.

Alguien se aproximó por mi espalda. Su olor leñoso y azucarado me recordó al almizcle. Con un movimiento felino cambió la maleta. El aroma se esfumó. Fue un segundo. A mi lado, una Samsonite, modelo spinner, 4 ruedas, 72 cmts, roja. Sólo sus pasos. No me giré. Esperé los treinta minutos indicados en la nota y sonó el móvil. Lo cogí.

-Elena, ¿dónde estás? Ha llamado la policía. Han encontrado a Laura. Está viva.

Relato corto. Taller de Escritura. 31 de enero de 2009.

(En esta ocasión, el ejercicio consistía en escribir un relato libre proponiendo una intriga resuelta en la misma historia)

Mi primera maleta fue roja.

Dedicado especialmente a chambarural y al tío paco...

http://chambarural.blogspot.com