Siempre llegaba del mercado con dos bolsas gemelas. En una llevaba pescado y en la otra verduras. Decía que era para compensar. Entraba en la cocina, las dejaba sobre la encimera y se dirigía al baño. La escuchaba hacer pis y tirar de la cadena. Luego se desvestía, dejaba las bragas en la cesta de la ropa sucia y llevaba el resto al dormitorio. Lo colocaba todo en su sitio y regresaba desnuda, sólo con las zapatillas rojas, mi regalo de Navidad. Cocinaba durante horas. El olor era tan rico que me relamía todo el rato. Al principio me pareció un poco extraño, pero el sueldo estaba bien y podía estudiar por las tardes. La señora vivía sola, sin pareja, sin hijos y nunca la visitaba nadie. Necesitaba a alguien que atendiera su hogar, que limpiase, recogiese el correo e hiciese las gestiones del banco. El anuncio lo dejaba claro, aunque yo sólo ayudaba en casa. Se despertaba muy temprano y preparaba el desayuno para los dos. El primer día, me preguntó cómo prefería tomarlo y, desde entonces, nunca faltaban magdalenas recién horneadas y café espeso. Tocaba un par de veces a la puerta de mi dormitorio y se sentaba a esperar en el comedor. A los quince minutos exactos aparecía junto a ella con la bandeja que había dispuesto. Cada día se repetía la misma conversación.
—¿Un poco de azúcar?
—No, Neil, Gracias. Hoy tomaré sacarina. He comenzado una dieta infalible —respondía entornando los ojos.
—Como desee, señora.
Entonces regresaba a la cocina, cogía el recipiente de la alacena y depositaba dos pastillas en su taza.
Siempre estaba desnuda en casa, excepto por las zapatillas rojas. Tenía un cuerpo espléndido, atlético y bien formado. Los pechos recios y turgentes, el vientre plano y el pubis adecuado, perfilado, sin apenas vello. Cualquier joven de mi edad hubiese encontrado motivos suficientes para insinuarse, pero yo la respetaba. Sólo sentía curiosidad.
Mi único error fue seguirla hasta el mercado. Aquella mañana, como cada viernes después del desayuno, me pidió que fuese al banco para retirar los 300 dolares de mi sueldo semanal. Bajamos juntos y nos separamos en la entrada. Al llegar a la esquina me volví para mirarla. Se bamboleaba como un junco, bellísima, con la falda de flores y la pamela malva. No había persona que no se girase para admirarla. Entonces, la seguí. Nos dirigimos caminando hasta la facultad y esperamos un buen rato al profesor Collins, experto en física cuántica. El viejo la recibió con una sonrisa en los labios y la cortesía que dan los años. Media hora más tarde, la señora salió del despacho sin carmín, sacó un espejito del bolso y se retocó con gracia. En la esquina de casa se acercó un niño con dos bolsas, ella le entregó unos billetes y lo despidió acariciándole la cara. Por la tarde, en la facultad, mi amigo Edwin me felicitó. Había sido el único en aprobar el examen de física cuántica.
Al regresar a casa la encontré tumbada en el sofá, desnuda, leyendo una novela. Me detuve frente a ella, observándola sin decir nada.
—¿Todo bien? —preguntó al cabo de un rato.
—¿Por qué lo hizo?
—Perdone, Neil, pensé que no le molestaría —dijo cerrando el libro que había cogido de mi estante.
Al día siguiente, me levanté antes que ella y preparé el desayuno por primera vez. Dejé la bandeja en el comedor, toqué dos veces a su puerta y me marché enseguida.
Ahora, a las 2:56, seis horas después del alunizaje, con miles de espectadores esperando mi reacción al pisar la luna, yo sólo pienso en la señora, en sus zapatillas rojas y en el dichoso examen de física cuántica.
Colaboración con Carla Fuentes
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Proyecto "Sueños".