miércoles, 27 de mayo de 2009

INCONFESABLE

Estábamos las cuatro reunidas. Peca, Amaya, Trini y la domadora de rizos con felpa que llevaba veinte cinco años conviviendo conmigo. Faltaban seis días para la boda y despedíamos la soltería de Amaya, con una cena pactada en un lugar elegante. En la segunda ronda de Contino, Peca decidió que era el momento ideal para revelar algunas escenas eróticas inconfesables. Todas reímos, bailamos las copas en un brindis desafinado y nos exploramos esperando la primera intervención. Mi recuerdo llegó en un destello, semioculto entre un montón de libros sujetos por dos refinadas manos de bronce que chirriaban junto a la colección de latas de cerveza y el póster de los Ronaldos. Estaba allí esperándome, con su carátula amarilla y una sola palabra escrita con rotulador negro en la portada: SURF. Y allí estaba yo, en el cuarto de mi hermano, con once añitos y un manojo de rizos estirados en un coletero de margaritas a juego con los calcetines; un poco rancia y sabihonda, al tiempo que torpe y demasiado cursi. Esperé a que todos se marchasen; mi padre, a seguir arreglando el mundo desde su pequeño despacho sin vistas al mar, mi madre, con la abuela y sus tardes de novela y nostalgia y mi hermano con su amigo Fran, para preparar los primeros parciales de una diplomatura que duraría más de cinco años. Pasé de puntillas bordeando la cama, la tomé prestada y volé hasta el salón para conectar el video y quitar el volumen, antes de pulsar el play y levantar los ojos hacia la pantalla.

No había créditos. Aparecían sin previos dos hombres sentados en un banco de lo que mucho después supe que era una sauna. Tenían el pecho descubierto y una toalla mínima sujeta a la cintura. No se miraban. El más ancho de hombros, lucía un torso negro y brillante, húmedo. El otro, de menor apariencia y para compensar, mostraba un tatuaje que cubría el brazo derecho y terminaba en la mano posada en el muslo del compañero. Al cerrar el puño, un primer plano, me reveló que se trataba de la cabeza de una serpiente enroscada desde el hombro. Tenía la caperuza desplegada, los ojos fijos sin párpados y el color tostado de una cobra amarilla en posición de ataque (esto también lo averigüé después). Lenta y precisa, comenzó a frotar sus escamas contra el rizo de la toalla. Subía, bajaba y se ondeaba, mientras el negro aflojaba las piernas, se mordía el labio inferior y mantenía los ojos fijos en el reptil que cruzaba de muslo a muslo incidiendo en el bulto que empezaba a crecer en el centro. Desde mi ángulo, a dos palmos de la pantalla y con el dedo fijo en el stop por si sonaban las llaves o el timbre, las proporciones se disparaban. Las piernas crecían mostrando la tensión de los músculos, el ombligo tiritaba en el abdomen a cuadros y la presa engordaba a una velocidad sofocante.

-Noe, comienza tú, con lo listilla que eres seguro que te los has cepillado a pares.

-¿Yo? ¡Qué va! Soy tan ñoña que ni siquiera me atrevería a pensar las perversiones que esconde mi futura cuñada. (Las demás rieron).

-¡Ah! Yo no cuento y menos para ti, guapa -dijo dirigiéndome su copa y simulando un brindis-. Todavía tengo que cazar a tu hermano ¿recuerdas? –Y sonrió mostrando un diminuto diamante de compromiso.

Cazar, atrapar, apresar... Las palabras me devolvieron a la culebra tatuada que continuaba danzando cauta entre las piernas hasta que el dueño de la preciada presa, cansado de rodeos, la atrapó al vuelo y se arrancó la toalla mostrando sus atributos.

-¿Os acordáis de Miguel? El hermano de Eulalia -me atreví al fin para romper el hielo-. Pues, la verdad es que no nos reuníamos precisamente para repasar integrales en selectividad.

-¿De veras? Pero si Escalante lo más valiente que hacía era robarle cromos a su hermana –añadió Amaya en el mismo tono.

-Eso creía yo hasta que una tarde cerramos la puerta y apagamos el flexo.

-Yo soy incapaz de cerrar los ojos –desveló Trini besando la servilleta.

-Depende de quién, ¿no? A veces, hay tipos que… en fin… -y señalé al gordo enchaquetado que engullía una torre de fresas, en la mesa de enfrente.

El silencio entre risas me devolvió a la sauna transformada en campo de batalla.  El tatuado se arrodilló mirando a la cámara y comenzó a morder los pezones del negro que mostraba su lengua jugosa a cada bocado y profería ruiditos que yo no alcanzaba a escuchar. Mientras, la cobra, insistente y obsesiva, separaba las mandíbulas-dedos lanzándose ávida sobre su conquista y sacudiéndola de arriba abajo.

-¿Y qué pasó luego? ¿Os seguisteis viendo? -insistió la futura novia.

-Sólo un tiempo. Llegó el verano. Se marchó a estudiar Interpretación a Madrid y perdimos el contacto.

-Suele pasar…

-Lo mío, prefiero olvidarlo –continuó Peca-. Si mi abuela hubiese intuido las perversiones que mi primo Javi me enseñaba en su casa después de clase, la habría palmado mucho antes. 

Seguí escuchando sin escuchar y recordé que aquella, había sido mi tercera película rara. No sé el tiempo que mi hermano llevaba grabando y regrabando la vieja cinta de video y si alguien más que yo, compartía el secreto. Lo cierto es que siempre aparecían hombres y yo enrojecía cuando comenzaban los acoples y miraba al suelo desconcertada. Sin embargo, no podía resistir el impulso de fisgar a escondidas, cada semana. Fueron muchos los pitos que descubrí aquel invierno hasta que un día desapareció la carátula amarilla y mi hermano dejó de estudiar en casa de Fran. Nadie preguntó nada. Pasaron más de cinco años hasta que nos presentó a su primera novia. Tenía veintitrés años y una sonrisa perfecta. La misma que lucía entonces a una semana de la boda. Antes era demasiado pequeña para entender, después demasiado cobarde para confesar. Solo sé que mi mejor recuerdo erótico, continuó siendo inconfesable. 

Ejercicio de relato erótico. Taller de Escritura. 25 de mayo de 2009.


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