viernes, 4 de diciembre de 2009

LEALTAD

Le pregunta si ha visto el colgante y lo niega. La señora regresa al dormitorio a revolver cajones mientras el señor espera en el salón e insiste en que si no salen enseguida llegarán tarde. La señora aparece sin aliento, con las perlas grises ceñidas al cuello cisne y los labios sin pintar. Le parece una infamia encontrarlo de piernas cruzadas, con el periódico en la mano, sin alterarse.

-Debería ayudarme a buscarlo –dice maldiciendo su coronilla –Al fin y al cabo, me lo regaló usted.

El señor impulsa la mecedora, se gira lo justo para reconocer su perfil y miente.

-Está preciosa, Sra. Robin.

La señora arrebatada, con las mejillas azules y la tez blancuzca, le niega el cumplido, apunta la barbilla al techo y se vuelve impaciente a esperar su abrigo. La lana sobre los hombros y el abrazo pausado camuflan su inquietud.

-No importa, mandaré a buscarlo mañana. Estará en cualquier sitio.

El señor se coloca el sombrero de copa, le cede el paso a la señora que ajusta el suyo con el alfiler y despide al mayordomo. Le recuerda que regresaran tarde. Abandonan el vestíbulo y suben al carruaje.

De camino al teatro no hablan. Atraviesan la niebla vaporosa del Támesis y se adentran en el lado oeste de la ciudad. El señor se entretiene mirando los cristales empañados mientras palpa el metal frío en el bolsillo y gira con destreza la esfera moviendo cada eslabón. La señora compensa el traqueteo sin variar la postura, observando inexpresiva el encaje de sus guantes malva sobre la falda de seda del mismo color.

Al llegar a la Ópera el carruaje se detiene en seco, el cochero avisa a los señores y espera que bajen para encaminarse junto a los demás lacayos.

El señor abandona el colgante en el bolsillo y toma del brazo a la señora saludando con gesto vago a la multitud. Distinguidos compañeros de la Cámara exaltan la belleza de la señora que sonríe contenida.

-Sra. Robin. Permítame decirle que luce hoy francamente hermosa.

-No existe mayor recreo para mis ojos.

-Más bella, imposible.

El señor, con el peso en el bolsillo, intenta apresar algún descuido entre los halagos; una mirada prolongada, algún gesto sospechoso, un leve rubor. Nada.

Tras los saludos de rigor llegan al palco reservado y el señor la invita a sentarse con delicadeza. Ella extrae de su pequeño bolso el binocular y lo acerca a su nariz. No hablan hasta el comienzo del segundo acto.

-Una suerte que nos inviten al estreno. Cuentan que Puccini en Roma se emocionó y subió varias veces al escenario ante los aplausos de la enardecida audiencia. Tosca estará a la altura de las grandes.

-No sé a qué viene tanto revuelo. Otro triángulo amoroso predecible querida. Las mismas voces, el mismo delirio. Ninguna novedad.

-Uno de los protagonistas, el barón Scarpia, es hijo de un bóer que luchó por las minas de oro en Sudáfrica. Qué insólito ¿No le parece Señor. Robin?

-Tonterías.

La señora habla sin separar la mirada del galán que irrumpe en escena cantando frases en su palacio romano.

El señor la sigue y trata de imaginar cómo fue el encuentro entre ambos. Entre su mujer y el actor. No le agrada Puccini ni su empeño obcecado por defender la fatalidad. No le gusta la Ópera.

-Me encantaría conocerle.

El señor la mira confuso. El colgante le quema en el puño. Esperaré al final de la escena para desvelar su traición, piensa. Sra. Robin, le diré, no hace falta que siga fingiendo. Descubrí su romance con el tenor. Anoche olvidó el colgante en el estudio, sobre el escritorio. ¿Lo recuerda?

La representación continúa. El barón ha muerto y la protagonista huye buscando a su amante.

No. No estoy enfadado. Se conserva tan joven… Es normal. Entre tantos aduladores tenía que haber un rufián. Un traidor. Lo peor será cómo y cuándo contarlo. A nuestros años, querida, cualquier descuido es una ofensa. Me expulsarán de la Cámara, perderemos nuestro status y tendremos que abandonar la ciudad. Un reputado conservador casado con una infiel. Quien lo diría. Si al menos no hubiese leído la nota…

Los arpegios son cada vez más intensos. Desolada al comprobar la muerte de su amante, la protagonista sube a la muralla del castillo. La señora se lleva la mano al pecho y el señor observa su excitación.

Sra. Robin, bastaba con guardar un mechón de pelo, una fotografía, un trozo de mi camisa. Le regalé el colgante para que me llevase siempre cerca del corazón. Pero ¿qué hizo usted? Utilizar la ofrenda para esconder su confesiones.

La protagonista se lanza al vacío. La señora baja la mirada y profiere un hondo suspiro. El señor se aferra al colgante y se aproxima a la señora susurrándole al oído la nota encontrada.

-Mi amor hasta tal punto ha crecido que ya no me es posible contar ni la mitad de mis riquezas. Por más que le dé, lo que me queda es mayor.

Las voces ya no gritan ni cantan. El señor suelta el colgante y acaricia el guante de la señora. Ella le mira un instante, se sonroja y aparta los ojos. Se muerde el labio incoloro contemplando el escenario y se levanta.

El señor tampoco espera al final. Deciden regresar antes de los aplausos.

http://www.youtube.com/watch?v=1ZXwz0gj5fY

Vissi d'arte. Tosca. Puccini. Segundo Acto, parte 6. María Callas.

Relato Corto. Taller de Escritura. 4 de diciembre de 2009.

(En esta ocasión he unido dos trabajos de clase. El primer aspecto a trabajar era las transiciones suaves entre escenas a través de un objeto que mantuviese la atención del espectador y lo guiase por varios espacios sin brusquedad -en este caso el colgante sirve para mover a los personajes en la casa y llevarlos al teatro-. En segundo lugar, hemos trabajado el relato realizando un mapa previo del contexto y el lugar en el que se sitúa la acción. Para ello, me he sumergido en el Londres de finales de la era victoriana, en 1900; fecha en la que tuvo lugar el estreno de Tosca de Puccini en la Royal Opera House. Y ha sido todo un placer... Me gustó tanto inundarme del espíritu de la época -la historia de engaños, dudas y celos escenificada en Tosca, la voz impecable de María Callas cantando años más tarde Vissi d'arte en París, los carruajes, el ambiente titanesco, las dos Guerras Bóers en Sudáfrica y su impacto en la sociedad conservadora inglesa, la vida cotidiana y las intrigas sociales, la indumentaria, el protocolo, las normas de cortesía...- que me cuesta volver.)

2 comentarios:

  1. Te voy leyendo, y me alegro de este reencuentro.
    Un beso
    salva

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  2. Una vez mis nietas me obligaron a ir a la ópera. Fue un horror. Claro que no era Puccini, sino una aburridísima historia en la que no había una sola mujer.
    Tu relato, sin embargo, me ha gustado mucho.
    Un abrazo

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