jueves, 17 de diciembre de 2009

LOULOU

Danielle llegó a la estación de Montparnasse con media hora de antelación. Con el peluche bajo el brazo y apuntalando su bastón hacia la taquilla, compró el billete. Encontró un banco en el andén y se sentó al filo, con los pies muy juntos y el abrigo desabrochado. Tenía sueño, los ojos le pesaban e intentó aliviarse acariciando la panza de Loulou del mismo modo que lo hizo la mañana que abandonó para siempre el apartamento de la rue Saint-Claude.

Era una niña. Su padre, cubierto con la quipá que sólo usaba los sábados, la abrazó y le acarició el pelo mirando sus enormes ojos azules y la boca prieta. Danielle tiritaba por las medias rotas, el pis y por el aire que levantaba el vaivén de la falda de su madre. Temblaba sin entender aquel juego y lo hacía mirando a su padre que tiritaba igual.

—No llores y haz caso a mamá. Ven, vamos a ayudarla con las maletas.

Danielle sujetó su oso contra el pecho, se sentó en la alfombra junto a la cama y esperó a que terminasen. Salieron juntos y apretados. La madre entregó una maleta a la portera con las fotos, el candelabro, los libros y las tazas de porcelana, y su padre las acompañó al coche del amigo que las escondería en Angers. Danielle alargó su manita, acarició la chapa arqueada que cubría las ruedas delanteras y pensó en el tobogán del parque.

—¿Donde vamos habrá un parque?

Su madre le arregló el pelo, la ayudó a subir al coche que desprendía un fuerte olor a cuero y se sentó delante. Cuando el motor se puso en marcha Danielle pegó la boca al cristal trasero y ayudó a Loulou a despedirse moviéndole la patita.

Danielle pensaba en la silueta de su padre cada vez más borrosa cuando sonó el móvil. Tenía un mensaje de su hija: No te preocupes por Claude. Sigue sin fiebre. Preguntó por ti y volvió a dormirse. Disfruta la conferencia.

Anunciaron la salida del tren. Danielle recogió su bastón, sacudió los huesos y se encaminó hacia el vagón decidida. Durante el trayecto rechazó el servicio de auriculares y evitó la cafetería. Apoyó la cabeza en el respaldo y se adormeció mirando la cadena de árboles viajando al revés. Hora y media más tarde llegó a Angers, tomó un taxi hacia la Facultad de Letras y la recibió la doctora Blanchard.

—Bienvenida Danielle. Te hemos echado de menos.

—Mi nieto con gripe. Me quedé a cuidarlo.

—¿Y esto?

—Te presento a Loulou. Mi compañero de viaje —dijo extendiendo el brazo y mostrando al peluche sin el ojo-botón que perdió en su infancia. Recordó ese instante.

—Ha sido él mamá, te lo prometo —dijo Danielle en cuclillas, mostrando a Loulou y tirando la tiza con la que había garabateado la pared.

—Danielle…

—Yo no quiero llamarme Tellier. Ese apellido es feo.

—Danielle…

—Yo me llamo Schneck, Danielle Schneck. ¿Verdad, Loulou?

Danielle miró la pared desconchada. Había escrito muchas veces su nombre formando una cenefa irregular a la altura de sus ojos. Intentó levantarse cuando el habitáculo se estremeció por el ruido de las sirenas y su madre la obligó a bajar al sótano. En la huida, el oso se enganchó un ojo en la puerta y terminó en el suelo. Danielle gritó, pero su madre le tapó la boca y la arrastró en brazos saltando los escalones y dejando al oso tuerto tumbado sobre la alfombra mordisqueada y descolorida.

La doctora Blanchard miró a Loulou, intentó acariciarle una pata, dudó y cambió al hocico que no acarició tampoco. Danielle lo devolvió al pecho y calló un momento antes de decir en voz baja:

—Vamos, ya casi es la hora —Y adelantó a la doctora con el bastón, adentrándose en el salón de actos.

Un centenar de estudiantes esperaban curiosos su intervención como colofón a las jornadas sobre derechos humanos. Danielle atravesó el auditorio y se sentó en el estrado junto a la doctora Blanchard que pasó a presentarla.

—Para concluir este encuentro contamos con la inestimable presencia de la doctora Danielle Bailly…

Danielle posó el discurso impreso sobre la mesa y se fijó en el sello de la Facultad. Pensó en su madre a la luz de las velas del nuevo escondite en Grenoble. La presión alemana las había forzado a huir de Angers en un pequeño ómnibus ruidoso, frío y destartalado. Modelaba un trozo de mantequilla para copiar la marca de agua de los nuevos documentos. La tinta violeta le ensuciaba los dedos y la punta de la nariz.

—Te has manchado.

—Te he dicho que no me molestes cuando estoy con papeles.

—Tengo hambre.

—Pregúntale a Loulou qué quiere cenar.

Danielle regresó a la sala con el sonido de los aplausos y sentó a Loulou delante del micro, sobre los folios. Tardó unos segundos en reaccionar.

—Mi nombre es Danielle Bailly. Nací el 23 de marzo de 1936 en París. Tenía cuatro años cuando mi padre, Thadée Schneck, judío de origen polaco, se unió a las tropas francesas para combatir a los alemanes. Loulou estaba cuando ocurrió. Durante la guerra cambié de apellido y dirección en seis ocasiones. Tengo dos hijos que no conocieron a su abuelo y un nieto de cinco años al que le gusta Loulou. Procuro que viva sin frío, sin hambre. Que sea feliz. A los tres nos asusta la oscuridad.

Relato Corto. Taller de Escritura. 10 de diciembre de 2009.

(En esta ocasión, el ejercicio ha consistido en trabajar la analepsis -los saltos en el tiempo- utilizando la transición para suavizar y ayudar al lector. Teniendo en cuenta que un flash-back siempre debe informarnos de algo y debe transmitir inmediatez. Y, sobre todo, que debe ser atractivo y recrear un escena. En los saltos incluidos en mi relato he añadido algunos diálogos para potenciar la acción. Ha sido un placer viajar a los años 40. Espero que os guste.)

1 comentario:

  1. Sutil y conmovedor a la vez.
    Enhorabuena.
    Sigo pensando que vas por el camino indicado...
    Besos.

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