sábado, 9 de enero de 2010

EL DON DE LA BELLEZA



Susana aseguraba que leer a Terenci Moix frente al busto de Amenophis IV era una experiencia inolvidable. Por eso el vértigo que sentí ante su rostro anguloso me pareció producto de la inquietud descrita días antes. Mi esposa me despidió con la puerta entreabiarta y la bufanda en la mano. Disfruta y desconecta. Piensa en lo que te he dicho. París es especial y esa escultura tiene algo. Yo solía escaparme un par de veces al año, varios días, solo. Era la única forma de no sucumbir al estrés del cargo. Dirigir un instituto privado con alumnos insolentes y padres que resuelven su educación a base de talonario, exigía dedicación exclusiva y algún extra de valiums.

Siguiendo su recomendación el primer día aterricé en el Louvre. Expuesto al final de un laberinto que me costó más de una hora encontrar, el honorable faraón insistió en repetir las palabras subrayadas por Susana. Los párrafos marcados en rojo y adornados de florecitas hablaban de la grandeza de un nuevo imperio, del culto al sol y la egipcia más bella de todos los tiempos, Nefertiti. Me esforcé por comprender a Susana, por entender su emocionada visión de los hechos, por creérmelos. Pero al tercer monólogo insufrible me chirriaron las tripas y comprendí que necesitaba cambiar el Nilo por una cerveza helada. Desplegué el plano girándolo hasta encontrar la posición correcta y, sin atreverme a preguntar si estaba en el camino, emprendí mi viaje.

La cafetería convertida en hervidero de lenguas y turistas me dejó sin elección. Sólo quedaba un hueco en la barra, me senté y pedí la cerveza. Entonces la vi. Sobre la espuma blanca flotaba el perfil de una joven de pelo negro recogido en alto. Nariz, ojos, frente y moño dibujaban una oblicua perfecta acentuada por la proximidad del café que humeaba entre sus guantes. La contemplé hasta que decidió marcharse y la seguí.

Caminaba sobre botas de tacón de aguja sujetando un bolso peludo junto a la cadera. El abrigo rojo con cuello levita mostraba una abertura trasera a la altura del bolso. Su indumentaria parecía medida al milímetro, estudiada.

A escasos metros de la salida se detuvo frente a un escaparate, una tienda de perfumes y objetos exóticos con adornos navideños. Pasamos. Se adentró hasta la sección de música y, sin evitar los guantes, volteó unos auriculares para no estropearse el peinado. Embobado simulé consultar el precio de unas semillas en bolsa. Cuando dejó las canciones ocupé su lugar y descubrí que me fascinaban las baladas celtas. Nos situamos en colas paralelas. Ella con una caja de incienso de bergamota y yo con la discografía completa de Lorena McKennit y diez lotes de la misma fragancia. Pagamos, salimos y tomamos el metro. Dirección Gallieni hasta Opéra. Allí cambiamos de línea hasta Gambetta, el final del trayecto.

Llovía. La mujer sacó del bolso un paraguas diminuto para cubrir su moño. La seguí maldiciendo la ciudad de la luz y me dejé empapar. A pocos metros en pendiente apareció el cementerio de Père Lachaise. Entramos. El frío, la lluvia y la ventisca acentuaban el gris de las tumbas y el verde de los líquenes inflados como estropajos devorando el granito. Caminaba despacio esparciendo su reflejo en los charcos y un suave aroma a vainilla y cilantro. Su moño me pareció comestible. Se detuvo frente a una lápida. Un hombre yacía en el suelo con la camisa desabrochada y una notable erección. Parecía muerto en un asalto, de un disparo, sin tiempo para reclamar auxilio o escuchar el alboroto de los posibles testigos. El silencio se coló entre la figura, más gastada en la entrepierna, y sus tacones reblandecidos por la humedad. La mujer se agachó para evitar que el agua siguiese mojando su miembro. Yo la espiaba perplejo intentando mantenerme erguido para no perder su perfil. Apoyó el paraguas entre el hombro y la mejilla y extrajo del bolso un pañuelo y una varilla de incienso. Secó el bronce, la encendió y agachó la mirada. Se mantuvo así hasta que se extinguió. Luego le acarició la entrepierna tres veces y se llevó la mano a los labios pronunciando unas palabras que no conseguí entender. Se levantó y retomó la marcha.

De nuevo en el metro cambiamos de rumbo hacia la Porte d’Orleáns. Bajamos en la Place Denfert. Marcó unos dígitos en el número catorce y desapareció en el portal. No recuerdo el tiempo que permanecí esperándola.

Regresé al hotel excitado, confuso y pregunté en recepción por la misteriosa tumba. Me respondió un tipo alto y flacucho en voz baja. Se trata de Victor Noir. Falleció el día antes de su boda tras batirse en duelo con el sobrino de Napoleón III. Cuentan que las mujeres con problemas de fertilidad o cualquier tipo de enredo amoroso lo solucionan acariciándole el miembro. Dijo malmirando la holgura de mis vaqueros. ¿Se habrá fijado en su proporción, verdad? El tipo soltó una risita ridícula que imité sin lograrlo. Sí, sí… claro. Gracias por la información. Añadí volviendo a mi habitación sin dejar de pensarla. Me acosté sin cenar.

A la mañana siguiente regresé al Louvre, a la cafetería, a la misma hora. Busqué hueco en la barra y pedí otra cerveza. A mi lado, Nefertiti agotaba un café sin humo. Pagué su cuenta y abandoné el bullicio. Su olor se adhirió a mi espalda. Lo aspiré.

Me resistí a mirar.


Relato Corto. Taller de Escritura. 7 de enero de 2010.

(En esta ocasión, el ejercicio consistía en trabajar sobre la literatura de viajes. Me interesa especialmente la experiencia de viajar como acto único y personal y el empeño absurdo que ponemos a veces en recomendar momentos que para otros no significan nada. Dice Rafa que a los viajes hay que llevarse siempre una pregunta, quizás el protagonista de mi relato haya encontrado su respuesta. Yo la encontré en Venecia, ella estaba allí para dármela...)

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