martes, 19 de enero de 2010

SUEÑO

Soñé que me llevabas a un cementerio oscuro. Hacía frío. Era de noche y no teníamos abrigo. Sólo había luz blanca en las farolas de hierro, al final y al principio de las cuestas, entre las tumbas apretadas llenas de cruces. Corríamos de la mano casi sin aliento. Hacia arriba. Hacia abajo. Era la noche de todos los muertos y cuando insistía en saber qué hacíamos allí, no parabas de repetir: para escribir hay que sentirlo, ana. Tienes que vivir este momento. Olvídate de lo demás. Intenté hacerlo, pero no podía. Sentía crujir mis huesos helados y el calor de tu mano. Después de muchas cuestas, en sentido contrario y en estampida, aparecieron mis alumnos de 4º de ESO. Disfrazados. De brujas, fantasmas, zombis. Sabía que eran ellos. Por los ojos. Eran los ojos de Lozano, de Juanma, de Cristi, de Sandra… Estaban todos y bailaban a nuestro alrededor. No parabas de reír. Yo te miraba. Empezó a llover y seguiste arrastrándome. Esta vez saltando entre las tumbas, sobre los charcos. Chorreando. Feliz. Entonces dejé de correr y comencé a volar. Era la única forma de seguirte. Mi cuerpo cada vez menos pesado se transformó en cometa. Una cometa brillante y roja con una sonrisa dibujada parecida a mía. Estabas descalzo y eras un niño corriendo por la arena de la playa, deslizándome por el cielo. Era de día. Me desperté.

viernes, 15 de enero de 2010

PIXHÍDRALA Y MASPODONTE

—He hablado con alguien que afirma conocerte mejor que yo. ¿Debería preocuparme?

Antonio se giró dejando cuajar las patatas a fuego lento. Soltó la espátula sobre la mezcla y la vio apoyada en el quicio de la puerta. Los ojos le brillaban.

—Qué tontería es esa.

—No sé. Dímelo tú. Estuve en el cine.

—¿Tú en el cine? ¿Desde cuando te gusta el cine? —dijo quitándose el delantal y dejándolo en el poyete.

—Desde nunca, pero tuve que hacerlo. Me contaron que la película te encantó. Me pasé hora y media intentando averiguar por qué.

Antonio sacó un mantel recién planchado del mueble y extrajo tres cubiertos del lavavajillas. Luego se acercó a su esposa, la besó en los labios y se adentró en el pasillo hasta el salón. Con la tela a cuadros cubrió la mesa. Ella lo siguió con la chaqueta al hombro y la mano en el bolsillo.

—Por lo visto Pixhídrala te ha cautivado. Una dragona astrónoma que pasea a un palmo del suelo y se ilumina al andar. Menuda tontería.

—Centellea.

—¿Qué?

—Que centellea. No como esos bichos que investigas con su luz verdiblanca y pegajosa, sino en arcoiris. Se incendia cuando sonríe con un resplandor que ilumina sus siete cabezas.

—Las luciérnagas también resplandecen, Antonio. Si aprovechásemos su radiación…

—Sí, ya lo sé, ahorraríamos energía, tiempo y blablablá, blablablá, blablablá... Yo la prefiero a ella. ¿Te fijaste en sus cabezas? Roja, naranja, amarilla, verde…

—Sí, en las siete. En la azul, la añil, la violeta. Un auténtica cursilada. No me extraña que las niñas nos volvamos tontas.

Antonio regresó a la cocina con su esposa pegada a la espalda.

—Y el otro ¿Cómo se llamaba?

—¿Quién?

—Mascla…Mastro…

—Maspodonte.

—Eso. Maspodonte. Menudo héroe. Cojo y tuerto.

Antonio pinchó la tortilla con el tenedor, comprobó que no había restos de huevo en sus dientes y apagó la vitrocerámica. No ha entendido nada, pensó. Seguro que se durmió a la mitad, después de inflarse a palomitas y sorber el hielo de la coca-cola.

—Maspodonte no es cojo. Tiene un solo pie y un único ojo, como todos los de su raza. Es un híbrido entre Arimaspos y Sciápodas.

—Un cafre. Siempre llega tarde.

—Sí, pero consigue avisar a Pixhídrala de las intenciones del rey.

Antonio llenó la jarra en el fregadero y simulando empuñar un arma retó a su esposa a llevarla al salón. Reni dejó la chaqueta en la silla y aceptó el desafío con ambas manos. Él la siguió con tres vasos.

—Esa es otra. Qué hacen dos raritos divagando sobre árboles mientras se acaba el mundo.

—Parece mentira que seas científica Reni. Ella es ecologista. Adora los árboles. Cuando se frota el lomo en la corteza del fresno es feliz. ¿No te acuerdas del berrinche de Carlitos cuando tiramos su pececillo al váter? —añadió regresando a la cocina y apagando el extractor—. Pixhídrala está triste porque el rey piensa talarlos y construirse otro jardín.

Reni abrió la nevera y cogió una lata. Al abrirla se inundó de espuma. Trató de impedir que se derramara chupando los bordes. Antonio volvió al tema.

—¿A que te gustó que Maspodonte le regalara su lente?

—¿Te refieres al monóculo roto que ella transformó en telescopio? —añadió relamiéndose los labios blancos—. Eso no se lo cree nadie.

—A mí me pareció romántico. Sacrificó su anteojo para que su chica cumpliese su sueño.

—Sí, y para confirmar que las estrellas se mueven y no permanecen quietas en el Universo. Otra invención absurda. Todo el mundo sabe que fue Halley quien llegó a esa conclusión, no una dragona fosforita ayudada de un tuerto.

—Qué pesadita estás. Que no es tuerto. Que es así. Raro. Como tú con tus manazas —dijo buscando la fregona para recoger la cerveza del suelo.

Reni lo miró pensativa y bebió otro sorbo.

—Bueno y todo para nada. Al final como siempre. Chica lista busca chico tonto y cuando está en el bote ¡zas!, desaparece.

Antonio dejó la fregona y el cubo y buscó otra lata en la nevara. Al tocarla miró a Reni

—¿La tuya está fría?

—No mucho.

—Y si se quieren tanto, ¿por qué no terminan juntos?

—Tenemos que llamar al técnico —dijo devolviéndola a la nevera—. Este trasto nos dará problemas.

—Pues porque no, Reni. Porque Maspodonte se debe a su pueblo y enamorarse de una Hidra significa el fin de su especie.

—Ya estamos con los tópicos. Chorradas.

—A ver ¿Tú que harías si por decreto real se impidiesen los matrimonios entre López y Garcías?

—Antonio, que yo no soy monárquica.

—Contesta…

—Que no Antonio, que no. Que por mucho que te empeñes, si el peludo enano y la dragona teñida no acaban juntos, se arruina la historia.

—Bueno… Está bien —dijo acercándose y pellizcándole la barbilla. —Tú ganas. Si a mí también me fastidia. Que diga Carlitos lo que lloré. Se me empañaron las gafas 3D y no podía ver nada.

Reni apuró la cerveza y se acercó a su marido. Antonio le abarcó la cintura y relamió los restos de espuma caliente goteando en la barbilla. Luego, con la mano derecha le acarició el entrecejo e intentó alisarlo.

—Como se os ocurra volver al cine sin mí me enfado.

Él negó con la cabeza y volvió a besarla. Esta vez despacio, entretenido.

—¡Carlos! ¡A cenar! Mamá está en casa.



Relato Corto. Taller de Escritura. 14 de enero de 2010.

(En esta ocasión, el ejercicio consistía en trabajar sobre bestiarios o seres imaginarios. Jugar con la fantasía es un reto divertido. Te permite traspasar barreras y adentrarte en mundos increíbles. No me extraña que muchos se hayan enganchado a este género literario.
Me hubiese gustado conocer mejor a mis queridos monstruos... PIXHÍDRALA, procede de la famosa tribu de las Hidras de Lerna. Es extrovertida, soñadora, seductora. Nunca posa los "pies" en la tierra y trabaja mirando el cielo. Es astrónoma. MASPODONTE, un híbrido entre el Arimaspos -raza humana con un solo ojo- y el Sciápodas -hombre de un solo pie-. Es bajito, pero fuerte. Fiel, romántico y entrañable. Trabaja en la corte real y sacrifica su amor por defender su especie. Un dramón, vamos.... ¿Alguien se atreve a dibujarlo?
La próxima vez, soy yo, la que no me pierdo la película... )

sábado, 9 de enero de 2010

EL DON DE LA BELLEZA



Susana aseguraba que leer a Terenci Moix frente al busto de Amenophis IV era una experiencia inolvidable. Por eso el vértigo que sentí ante su rostro anguloso me pareció producto de la inquietud descrita días antes. Mi esposa me despidió con la puerta entreabiarta y la bufanda en la mano. Disfruta y desconecta. Piensa en lo que te he dicho. París es especial y esa escultura tiene algo. Yo solía escaparme un par de veces al año, varios días, solo. Era la única forma de no sucumbir al estrés del cargo. Dirigir un instituto privado con alumnos insolentes y padres que resuelven su educación a base de talonario, exigía dedicación exclusiva y algún extra de valiums.

Siguiendo su recomendación el primer día aterricé en el Louvre. Expuesto al final de un laberinto que me costó más de una hora encontrar, el honorable faraón insistió en repetir las palabras subrayadas por Susana. Los párrafos marcados en rojo y adornados de florecitas hablaban de la grandeza de un nuevo imperio, del culto al sol y la egipcia más bella de todos los tiempos, Nefertiti. Me esforcé por comprender a Susana, por entender su emocionada visión de los hechos, por creérmelos. Pero al tercer monólogo insufrible me chirriaron las tripas y comprendí que necesitaba cambiar el Nilo por una cerveza helada. Desplegué el plano girándolo hasta encontrar la posición correcta y, sin atreverme a preguntar si estaba en el camino, emprendí mi viaje.

La cafetería convertida en hervidero de lenguas y turistas me dejó sin elección. Sólo quedaba un hueco en la barra, me senté y pedí la cerveza. Entonces la vi. Sobre la espuma blanca flotaba el perfil de una joven de pelo negro recogido en alto. Nariz, ojos, frente y moño dibujaban una oblicua perfecta acentuada por la proximidad del café que humeaba entre sus guantes. La contemplé hasta que decidió marcharse y la seguí.

Caminaba sobre botas de tacón de aguja sujetando un bolso peludo junto a la cadera. El abrigo rojo con cuello levita mostraba una abertura trasera a la altura del bolso. Su indumentaria parecía medida al milímetro, estudiada.

A escasos metros de la salida se detuvo frente a un escaparate, una tienda de perfumes y objetos exóticos con adornos navideños. Pasamos. Se adentró hasta la sección de música y, sin evitar los guantes, volteó unos auriculares para no estropearse el peinado. Embobado simulé consultar el precio de unas semillas en bolsa. Cuando dejó las canciones ocupé su lugar y descubrí que me fascinaban las baladas celtas. Nos situamos en colas paralelas. Ella con una caja de incienso de bergamota y yo con la discografía completa de Lorena McKennit y diez lotes de la misma fragancia. Pagamos, salimos y tomamos el metro. Dirección Gallieni hasta Opéra. Allí cambiamos de línea hasta Gambetta, el final del trayecto.

Llovía. La mujer sacó del bolso un paraguas diminuto para cubrir su moño. La seguí maldiciendo la ciudad de la luz y me dejé empapar. A pocos metros en pendiente apareció el cementerio de Père Lachaise. Entramos. El frío, la lluvia y la ventisca acentuaban el gris de las tumbas y el verde de los líquenes inflados como estropajos devorando el granito. Caminaba despacio esparciendo su reflejo en los charcos y un suave aroma a vainilla y cilantro. Su moño me pareció comestible. Se detuvo frente a una lápida. Un hombre yacía en el suelo con la camisa desabrochada y una notable erección. Parecía muerto en un asalto, de un disparo, sin tiempo para reclamar auxilio o escuchar el alboroto de los posibles testigos. El silencio se coló entre la figura, más gastada en la entrepierna, y sus tacones reblandecidos por la humedad. La mujer se agachó para evitar que el agua siguiese mojando su miembro. Yo la espiaba perplejo intentando mantenerme erguido para no perder su perfil. Apoyó el paraguas entre el hombro y la mejilla y extrajo del bolso un pañuelo y una varilla de incienso. Secó el bronce, la encendió y agachó la mirada. Se mantuvo así hasta que se extinguió. Luego le acarició la entrepierna tres veces y se llevó la mano a los labios pronunciando unas palabras que no conseguí entender. Se levantó y retomó la marcha.

De nuevo en el metro cambiamos de rumbo hacia la Porte d’Orleáns. Bajamos en la Place Denfert. Marcó unos dígitos en el número catorce y desapareció en el portal. No recuerdo el tiempo que permanecí esperándola.

Regresé al hotel excitado, confuso y pregunté en recepción por la misteriosa tumba. Me respondió un tipo alto y flacucho en voz baja. Se trata de Victor Noir. Falleció el día antes de su boda tras batirse en duelo con el sobrino de Napoleón III. Cuentan que las mujeres con problemas de fertilidad o cualquier tipo de enredo amoroso lo solucionan acariciándole el miembro. Dijo malmirando la holgura de mis vaqueros. ¿Se habrá fijado en su proporción, verdad? El tipo soltó una risita ridícula que imité sin lograrlo. Sí, sí… claro. Gracias por la información. Añadí volviendo a mi habitación sin dejar de pensarla. Me acosté sin cenar.

A la mañana siguiente regresé al Louvre, a la cafetería, a la misma hora. Busqué hueco en la barra y pedí otra cerveza. A mi lado, Nefertiti agotaba un café sin humo. Pagué su cuenta y abandoné el bullicio. Su olor se adhirió a mi espalda. Lo aspiré.

Me resistí a mirar.


Relato Corto. Taller de Escritura. 7 de enero de 2010.

(En esta ocasión, el ejercicio consistía en trabajar sobre la literatura de viajes. Me interesa especialmente la experiencia de viajar como acto único y personal y el empeño absurdo que ponemos a veces en recomendar momentos que para otros no significan nada. Dice Rafa que a los viajes hay que llevarse siempre una pregunta, quizás el protagonista de mi relato haya encontrado su respuesta. Yo la encontré en Venecia, ella estaba allí para dármela...)