miércoles, 11 de marzo de 2009

SAN VALENTÍN


Sonó el teléfono, me libré a jirones de las sábanas  y reconocí su voz.

-¿Ana? Soy Valentín. Tu compañero del Instituto. Conseguí tu número en Asuntos Sociales. Expongo en Madrid la semana próxima. Tengo galería en Arco y me encantaría volver a verte.

El sueño me golpeó en las sienes. Apareció tan nítido que colgué.


Hacía más de veinte años que no nos veíamos y convencí a Raúl para que me acompañase. Diluviaba y me calcé las botas con doble calcetín para evitar calarme. El taxista nos recogió a las ocho y recitó un aburrido monólogo sobre el mal tiempo, su suegra, la crisis y los tramos en obra sin finalizar. Media hora más tarde llegamos a la dirección indicada. Nos recibió un grupo deslucidos por el aguacero que vencía las varillas de los paraguas y empapaba las medias de las más valientes. Buscamos refugio en un portal cercano que rezumaba agua por un canalón oxidado junto a un ventanal sin luz. Raúl me abrazó. Los demás edificios también estaban a oscuras. Ninguno parecía habitado. Valentín no tardó en aparecer. Se presentó ignorando al resto con paso firme y sonrisa planchada. Lo encontré distinto. Más pequeño, encogido. Mimetizado con los enanos de los reportajes fotográficos publicados en prensa. Llevaba años cotizando fama por sus arriesgadas propuestas estéticas. Me besó en la mejilla. Un solo beso. Y enseguida se aferró a las maravillas de nuestra adolescencia.

-Los mejores años- repetía, mientras recordaba el maratón de cine que nos mantuvo aferrados hasta el amanecer de un catorce de febrero sin hacer novillos; y el asalto al kiosco desvalijado previamente por los listillos de COU; y el grafitti de margaritas que hicimos para celebrar la primavera. Enrojecí. No me recordaba tan cursi.

-Tan delicada como un soplo en la mejilla- añadió apretándome las manos e ignorando la presencia de mi marido.

Insistió en recuperar el tiempo y me arrastró entre el bullicio sin turno para despedidas. Raúl no se movió. Le perdí a pocos metros de la entrada. Un catorce de febrero palpitante e intencionadamente rojo anunciaba el evento. La recepción, tapizada de estampado retro estaba provista de una tropa de camareros rapados, con el culo al aire y el pito tatuado perforado de aretes. Volví a enrojecer. Ofrecían cava y salmón, pero no probé nada. La luz, roja también, seducía desde el centro, emitiendo reflejos desde una bola gigante giratoria.

-Sígueme, te va encantar.

Me condujo por una red de pasadizos y combinaciones que temí no saber desandar. Los pasillos estaban atestados de fotografías. Me sentí observada por una multitud de personajes en sepia posando a la antigua. La luz cambió en el último tramo. Viró a blanca y me deslumbró.

-¡A que te encanta!- dijo sin mirarme ni esperar respuesta  -He tardado meses en agrupar y montar la escena. Es la estrella de la exposición. He pensado que te gustaría participar en la performance que estoy preparando.

Hablaba rápido, gesticulando con los brazos en alto, como arengando a las masas. Dejé de escucharle. El espectáculo era dantesco. Una cocina infectada con fogones chorreados de pasta y caldos fétidos, centraba la escena. Me tapé la boca para contener una arcada y prosiguió el discurso.

-Lo sabía. Sabía que morirías de expectación.

Pensé en mis viejos, mis pobres asistidos que acumulaban basura sin control, pero aquello superaba cualquier caso de Diógenes demencial. Repasé la montaña viscosa de desechos devorada por las ratas que compartían festín con los gusanos y las moscas. Una fauna imposible que arruinaba mis esperanzas de salir inmune de aquel antro espeluznante.

-Siéntate Ana- dijo acercándome un taburete de terciopelo que no encajaba en el resto -Estaré listo enseguida. Te servirán lo que gustes.

–Valentín- era la primera vez que pronunciaba su nombre.

-¿Sí?

-Raúl está en la puerta- atiné a decir.

-Chicos- palmeó llamando a su séquito -Atendedla en todo. Cientos de honores para mi dama- pronunció mientras forzaba una reverencia y abandonaba la sala.

Desapareció y comenzó la tortura. Los mafiosos de la entrada me arrastraron en volandas y, en segundos, me arrancaron los vaqueros y los calcetines; los dos pares. El chubasquero, las bragas y el sujetador. Forcejeé y llamé a Raúl, pero fue en vano. Me depositaron en una bandeja gigante insoportablemente fría. No podía respirar, o sí, pero no quería. El roce del metal me producía escalofríos. Me abracé contraída, intentando proteger los pechos menguados sin sostén, sin alivio. Todos giraban a mi alrededor, en una extraña danza que ignoraba mis súplicas. Se besaban. Se mordían. Se lamían los pitos tatuados gruñendo bajezas y arrancándose orgasmos. No recuerdo el tiempo que pasé tiritando hasta que rompí a llorar. Desesperada, desfigurada. Y como en la mitad de los thriller, cuando adelanto el final y destrozo al guionista, visualicé el futuro y presentí mi muerte. Moriría a manos de los sicarios viciosos enviados por el psicópata que había ideado la bacanal, el compañero adolescente que compartía mesa en el Instituto. Valentín; el mismo que rechacé la noche de cine sin palomitas. Me ovillé ocultando la sospecha entre las piernas y estallé en un grito animal que deshizo el resto.

 

-¿Estás bien Ana?- preguntó Raúl contemplando mis ojos desencajados.

-He tenido un sueño. Este año no quiero ir a Arco.

Contuve el aliento, Raúl me abrazó y me desmayé. Juraría que no habían pasado más de veinte años. 


Relato Corto. Taller de Escritura. 7 de marzo de 2009.

(En esta ocasión, el ejercicio consistía en escribir un relato siguiendo una red de palabras encadenadas realizada por los componentes del taller. La mía contenía frases como "lágrimas de impotencia", "una tostada negra carbonizada" y "la del puchero, bien apretadita, está para chuparse los dedos").

Las imágenes pertenecen al artista Carlos Aires (Ronda -Málaga- 1974)

Por cierto, el sueño es real... ¿Me estaré enfermando?

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