domingo, 14 de diciembre de 2008

EL ALCOHOLISMO DE JESUCRISTO



Todas las inauguraciones eran en viernes, pero aquella se había organizado en martes. Pese al frío y la lluvia la entrada estaba atestada. Curiosos, profesionales y espontáneos esperaban las indicaciones del personal de sala, pulcramente uniformado y ubicado en las esquinas para controlar el espacio.

Era la primera vez que una convocatoria para artistas menores de treinta y cinco, provocaba tanta expectación. Marina llamó a Pablo en cuanto lo supo. Se lo comentó su madre la noche anterior dando por hecho que lo sabía.

-Mañana no te espero a cenar. Llegarás tarde, ¿no?- murmuró fijando los cubiertos en el lavavajillas.

-¿Mañana?- preguntó Marina sacudiendo las migajas del mantel en el fregadero.

-He escuchado en la radio que tienen previsto aforo completo desde hace semanas.

-¿Completo? ¿De qué me estás hablando, mamá?- Interrumpió buscándole la mirada.

-Desde luego, hija, no se que os enseñan en esa facultad que estudiáis- Opinó iniciando el programa a media carga y desplomándose sobre la encimera.

La noticia acabó con la mitad de sus uñas e inició una apremiante cadena de llamadas que sembró la inquietud entre sus compañeros de clase. Ahora, esperaban juntos, equipados con sus cámaras y bromeando sobre la posibilidad de que todo fuese una guasa para subir la audiencia de algún programa caduco.

En primera fila, luciendo estampados lujosos y brocados al más puro estilo de la Rusia imperial, destacaba la corte de concejalas y esposas pendientes de ultimar saludos. Junto a ellas, el alcalde, escoltado por un par de octogenarias risueñas restauradas para la ocasión, se entretenía enroscando un hilito inoportuno que colgaba del puño de su camisa. Y, apurando los últimos minutos, llegaba el comisario acompañado de una elegante joven rubia acreditada como jefa de prensa.

Pasadas las ocho y tras las indicaciones precisas para el comienzo del acto y la pertinente foto de grupo, los invitados, precedidos del alcalde y el comisario, se dirigieron al espacio central, ocupado exclusivamente por una gran pantalla y diferentes dispositivos de seguridad.

Ante el silencio expectante, la voz protagonista del comisario sonó rotunda y certera:

-Bienvenidos todos. Es un honor para  mí y para la institución que represento, poder compartir las inquietudes del joven artista madrileño premiado con un galardón que despunta fuerte en el panorama artístico actual. Javier Romo, treinta y cuatro años, licenciado en Bellas Artes. Fotógrafo. Para algunos, el nuevo mártir del siglo XXI; para otros, un enfermo que cohabita con el dolor y exhibe sus miserias; para nosotros, un trabajo excepcional que plantea y cuestiona las fronteras entre la estética de lo siniestro y la radicalidad de la experiencia fotográfica. Hoy, nuestro invitado de excepción que, como ustedes saben lleva cinco años recluido en un piso que muy pocos saben dónde está, sin mantener relación con el exterior y sufriendo ayunos severos que le han mantenido en un estado de extrema delgadez,  ha tenido la deferencia de mostrarnos a tiempo real, como se gesta una de sus obras. Juzguen ustedes mismos.

En ese instante, el monitor se iluminó presentando el interior de una habitación tenuemente iluminada por seis velas blancas dispuestas en embases de distintos tamaños sobre una mesa alargada de madera oscura. Junto a ella, aparecía un sillón de terciopelo azul, estilo Luis XV, sobre el que descansaban varias botellas de whisky, tequila y brandy. Y de fondo, una pared empapelada con titulares de prensa salpicados de sustancias viscosas y el rumor de unas notas de piano entrecortadas por sonidos guturales, golpes y sollozos.

Durante diez minutos el enfoque no varió y se multiplicaron los rostros de sorpresa y confusión hasta que apareció en escena el protagonista. Desnudo, esquelético y azulado, con el rostro sombrío y roto, se tambaleaba apretando en el pecho un espejo de tocador y arrastrando un mando con cable.  Respiraba con dificultad, goteando sudor y lágrimas al mismo tiempo. Los ojos muy abiertos y enrojecidos miraban sin ver y cada gesto se extendía más de lo necesario. Lentamente y sin mediar palabra, soltó el mando sobre la mesa y comenzó a ingerir los licores del sillón agotando las botellas y derramando parte del contenido sobre su pecho. Mareado y confuso comenzó a mear sobre el sillón apuntando a los orificios de las botellas vacías sin atinar. Sumido en un estado de euforia y éxtasis lanzó el espejo contra la pared descuartizándolo y salpicando sus pedazos en todas direcciones. Después, se derrumbó sobre la mesa y vertiendo cera sobre su pene inerte, comenzó a vomitar restregándose los fluidos por la cara y los pezones, mientras accionaba el disparador automático y gritaba retorciéndose como una culebra: “Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿por qué me has abandonado? 


Relato. Taller de Escritura. 13 de diciembre de 2008.

(En esta ocasión, el ejercicio consistía en escribir a partir de un título sugerido por otro compañero)




1 comentario:

  1. Me gusta el relato lentamente ascendente, que llega a un punto culminante desolador y extático al mismo tiempo. Resulta inevitable curiosear por San Google a ver quien es el David Nebreda ese en el que te inspiras según me has dicho... Lo que encuentro es más desolador de lo que se podría imaginar. Abres una ventana a un infierno raro y dañino, pero tienes la picardía de hacerlo con un distanciamiento suficiente. Me encantas...

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