domingo, 19 de abril de 2009

MI ABUELA LOLA


Martes, 17 de mayo del 1985.

 

-Dime –suplica separándole el flequillo de las pestañas- ¿me querrás siempre?

La muñeca permanece inmóvil, con la sonrisa cosida y los ojos de botón. La arropa entre sus brazos y le canta una nana sin letra. Me fijo en los encajes que cubren sus piernas entumecidas y en los zapatos de charol y recuerdo las palabras de Manuela -últimamente se quiere arreglar cada mañana. Es cómo si se resistiese a enfermar-. El pelo plateado se esponja en un moño de alfileres, coronado por una diadema blanca. Adelanto el pie derecho y apoyo la mano en el cristal. La puerta avanza unos pasos y me aflijo al encontrar sus ojos. Me mira sin entender y regresa enseguida a su bebé de trapo.

 

La recuerdo en primavera. 1950. Aparece sentada en su butaca como una pichona blanca ablandando las alas y haciendo las veces de la madre que murió al parirme y el padre que no lo soportó. Tengo seis años, mi hermana nueve. Mi abuela cose vestidos para sus nietas. El mío siempre con más vuelo. Engañamos a Manuela diciéndole que el suyo tiene seis cuartas de más estirando la tela por debajo para aparentar el doble. La abuela me guiña y yo contengo la risa encogiendo los hombros.

 

Verano. Me caigo de un árbol intentando espiar, sin ayuda, un nido cantarín. Escalo destrozando la puntilla recién bordada y pelando las medias. La caída desbarata las costuras y araña mis piernas, pero la abuela no protesta. Me lleva en brazos hasta su cama de hierro, cambia los retales por un camisón crujiente y me pasa un huevo por agua para calmar la pena.

 

Cumplo quince años. Ando abstraída con la fuerza de Manolo que alardea de hombría arrastrando un seiscientos con una cuerda atada a la cintura. Mi vecino se mocea luciendo el torso pelado y un flequillo tapando los ojos y la vergüenza. Cuando silba, me apresuro a la habitación de la abuela que es la única que da a la calle. Ella me abre y se siente en la mecedora mientras yo curioseo por los visillos. -Anda, acércate a lo de Marieta a por tres onzas del blanco- me dice sacando unas monedas del delantal, sin despegar los ojos de la costura. Y yo vuelo escalera abajo, para hacerle el recado y cruzarme con Manolo que se sopla el flequillo y me espera en la esquina para contarme su última hazaña. Tres años después, nos casamos. Él, mostrando galones de marinero novato y yo, paseando orgullosa las filigranas de la abuela, que no cesa de ahuecarme el velo y espantar las moscas.

 

Invierno del 68. Nace mi tercera hija y nos trasladamos a la capital. La abuela se niega a acompañarnos alegando tareas pendientes que le llevarán tiempo. Se afana, me cuenta Manuela, en deshacer los vestidos olvidados en roperos y transformarlos en muñecas de tafetán, gasa y piqué, con las que nadie juega. Las recuerdo en visitas posteriores, todas reclinadas sobre la cama de hierro, por estricto orden de llegada. La más antigua, me alcanza a la cintura. Es estrecha y suave, con la boca torcida y la nariz respingona y se parece a Manuela cuando se enfada y pasea su arrogancia por los pasillos. Luego llegan las copias de Marieta, con el delantal a cuadros y los rizos desordenados y las tres bisnietas y las vecinas del barrio y así, hasta que cose la última, la mía y me la regala un mayo florido para festejar mis treinta y cinco, coincidiendo con la celebración de su setenta cumpleaños. Tiene la sonrisa bordada y los ojos de botón y la viste a conciencia con los mismos encajes que cubren sus piernas cansadas. -¿Te gusta?- me pregunta arrugando las arrugas y desoyendo las súplicas de las biznietas para saquearla. -Es la más hermosa-, declaro retando al vecindario a rebatir mi criterio. Pero nadie dice nada. Ni tan siquiera Manuela, que se limita a servir la tarta con la sonrisa de medio lado y una luz distinta en los ojos.

 

Desde aquel día, cada mayo regreso para festejar nuestro cumpleaños. Hasta hoy  martes, alarmada por Manuela, que no deja de repetirme lo extraña que es la enfermedad que la mantiene ausente.

 

Qué haces ahí mirándome como un pasmarote!– me reprocha, de repente, despertando las manos –anda y ve a buscar a tu hermana, que hoy toca medir las telas– y se afana en remover los trapos del cesto que custodia a su lado, sin soltar la muñeca.

Manuela acude al instante. Se coloca a su espalda, la abraza despacio y apoya la cabeza sobre el hombro izquierdo. Yo me rindo en su regazo. Nos miramos.

-Ves Manuela –declara guiñándome un ojo y utilizando sus tretas- por ser la mayor, te concedo el privilegio de doblarle el vuelo a tu hermana-.

Miro mi muñeca, la más hermosa del mundo y aprieto las manos de mi abuela Lola. Radiante, seductora. Le deseo feliz cumpleaños y contengo la risa encogiendo los hombros. 



Relato Corto. Taller de Escritura. 18 de abril de 2009.

(En esta ocasión, el ejercicio consistía en trabajar el tiempo y contar la vida de alguien a través de algunos momentos clave para definir al personaje)


La foto es de Amaya Blanco

http://www.fotolog.com/ranmma/36272244

Un solete de criatura que me ha permitido transformar el viento en el vértigo de los recuerdos...



3 comentarios:

  1. El ambidestro se destaca y a los propios suma votos funcionales. El profesor comienza a paralizarse. Lo mantendremos con vida los incapaces para el cambio, o cabezotas convencidos, y veremos con orgullo como las dos manos reciben el beneplácito de la mayoría.
    Un beso.

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